viernes, 8 de junio de 2012

DIA DE PENTECOSTES RUDOLF STEINER CONFERENCIAS



La eterna Crónica del Akasha, la "Memoria del Universo", es la fuente de lo que en estas conferencias se expone como conocimiento que confirma y amplía, a la vez, el contenido de los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento. Estas conferencias fueron pronunciadas (en 1913) pa­ra un auditorio exclusivo de miembros de la Sociedad Antroposófica. Pero se expresa, en la primera de ellas, que el contenido de este "Quinto Evangelio" es de sin­gular importancia para el tiempo presente, por lo que se justifica e incluso debe considerarse necesario darle amplia difusión, haciéndolo conocer a la humanidad en ge­neral. A este Evangelio, Rudolf Steiner también lo llamó EL EVANGELIO DEL CONOCIMIENTO. Todo el texto se basa en apuntes taquigráficos que luego fueron dados a publicidad sin revisión previa por parte del autor. Son cinco Conferencias sobre el tema, de las cuales insertamos dos en este número y tres saldrán en el siguiente.

PRIMERA CONFERENCIA

Creo que, con respecto al tiempo en que vivimos, es de peculiar importancia el tema sobre el cual voy a ha­blar en este ciclo de conferencias. Ante todo, deseo po­ner en claro que el haber elegido semejante tema no se debe, en absoluto, al afán de producir sensación, ni co­sa parecida. Pues espero poder mostrar que, en un senti­do de singular importancia para el tiempo presente, se justifica hablar de un quinto Evangelio, y que para lo que ello significa, la denominación "El Quinto Evange­lio", es, efectivamente, la más apropiada.

Este Evangelio aún no existe - como se explicará - como documento escrito; pero en tiempos venideros de la humanidad, se­guramente existirá en bien definida forma escrita. Mas en cierto sentido también se podría decir que el quin­to Evangelio es tan antiguo como los otros cuatro Evan­gelios. Para poder hablar sobre este tema es preciso contem­plar, a modo de introducción, algunos puntos que son tan importantes como necesarios para la plena comprensión de lo que ahora queremos llamar el Quinto Evangelio. Al respecto, quisiera partir de que con toda seguridad se acerca el tiempo en que desde la enseñan­za primaria y en el marco de la más simple instrucción, la ciencia que comúnmente se llama historia, se enseña­rá de un modo algo distinto de como hasta ahora se ha­bía enseñado. En cierto sentido, este ciclo de conferen­cias nos dará la prueba de que en la historiografía del futuro e incluso en la historia más elemental, el concep­to y la idea acerca del Cristo serán de mucho más impor­tancia que hasta ahora. Sé que, en realidad, con este aserto digo algo totalmente paradójico. Tengamos pre­sente que en tiempos pasados, no muy lejanos, un sinnúmero de hombres, incluso de los más cultos de los países occidentales, dirigían hacia el Cristo el corazón y el sen­timiento, de una manera mucho más intensa que ahora. Quien pase revista a la literatura actual, quien reflexione sobre lo que principalmente interesa al hombre de nues­tra época y lo que más hondamente le habla al corazón, tendrá la impresión de que van disminuyendo el entusiasmo y la emoción por las ideas acerca del Cristo, prin­cipalmente en las personas que pretenden pertenecer a los que poseen cierta cultura conforme a nuestra época. A pesar de ello, y según lo que acabo de expresar, hemos de esperar que nuestro tiempo esté en camino para dar en el futuro mucho más importancia que hasta ahora, a las ideas sobre el Cristo, dentro de la historiografía uni­versal. ¿No hay en ello, aparentemente, una absoluta contradicción?

Acerquémonos ahora desde otro punto de vista a este problema. En muchas conferencias del pasado, incluso en esta ciudad, he hablado sobre el significado y el con­tenido de las ideas concernientes al Cristo; y en muchos libros, como resultado de la ciencia espiritual, se ha pu­blicado lo expuesto sobre los secretos de la entidad del Cristo. Quien estudie el contenido de esos libros llegará a decirse que para la plena comprensión de la entidad de Cristo hace falta un vasto conocimiento, y que se debe partir de los más profundos conceptos e ideas para ele­varse a la verdadera comprensión de la naturaleza de Cristo, como asimismo del impulso de Cristo que obró a través de los siglos.

En cierto modo podría pensarse que primero hay que conocer toda la antroposofía para as­cender a la correcta idea de la naturaleza del Cristo. Em­pero, si examinamos la evolución espiritual en el curso de los siglos, se nos presenta, de siglo en siglo, la extensa y honda ciencia dedicada a comprender la venida y la obra de Cristo. A través de los siglos, la humanidad recu­rrió a las más altas y más importantes ideas con el fin de comprender al Cristo. Por eso podría parecer que sólo las más importantes actividades espirituales podrían con­ducir a la comprensión de la naturaleza del Cristo. ¿Pe­ro, es efectivamente así? Una muy sencilla reflexión puede darnos la prueba de que no es así.

Coloquemos, por decirlo así, sobre una balanza espiritual todo aquello de erudición y ciencia e incluso la antroposofía; todo lo que hasta ahora ha contribuido a la comprensión del concepto y la naturaleza del Cristo. Coloquémoslo sobre uno de los platillos de la balanza espiritual; y sobre el otro platillo todos los sentimien­tos profundos, todos los impulsos en el alma de los hom­bres que a través de los siglos se dirigieron hacia la enti­dad que llamamos el Cristo; y se verificará que todo cuanto la ciencia, la erudición y hasta la antroposofía pueden contribuir a la explicación de la naturaleza del Cristo, bruscamente hace subir el platillo; y que los profundos sentimientos e impulsos que la humanidad diri­gió hacia la entidad y el mundo de Cristo, hacen bajar hondamente el otro platillo. Sin exagerar, podemos afir­mar que la esfera del Cristo influyó enormemente sobre la humanidad, y que el mero saber de lo que es el Cristo ha ejercido el menor efecto en tal sentido.

Verdadera­mente, la posición del cristianismo hubiera quedado muy poco favorable si las gentes, para apegarse al Cristo, hubieran tenido que basarse en las doctas disquisiciones de la Edad Media, de los escolásticos y de los eruditos eclesiásticos, o también en lo que la antroposofía contri­buye al conocimiento acerca del Cristo. Muy poco po­dría alcanzarse con todo ello. Estimo que quien conside­re objetivamente el devenir del cristianismo en el curso de los siglos, nada podrá objetar a estos pensamientos.

Pero acerquémonos, además, a ellos desde otro punto de vista. Remontémonos a los tiempos precristianos. Basta re­cordar lo que es de pleno conocimiento de la mayoría de los aquí presentes: que la antigua tragedia griega, principalmente en sus formas primitivas, al caracterizar al héroe divino, o bien al hombre en cuya alma vivía la lucha del Dios, en cierto modo expresaba, desde el es­cenario, una clara e inmediata visión del divino obrar y tejer. Basta señalar que en la gran obra poética de Homero teje el obrar de lo espiritual; basta nombrar las grandes figuras de Sócrates, Platón, Aristóteles. Con es­tos nombres se presenta a nuestra alma una suprema vi­da espiritual en un determinado campo. Si únicamente alzamos la vista hacia la figura de Aristóteles que vivió y obró unos siglos antes de la fundación del cristianis­mo, se nos presenta lo que en cierto sentido hasta en nuestro tiempo no ha sido superado ni ulteriormente desarrollado.

El pensamiento y el procedimiento cientí­fico de Aristóteles son de tan inmensa categoría que po­demos afirmar que se había alcanzado un nivel supremo del pensar humano de manera tal que hasta ahora no se ha producido un acrecentamiento, al respecto. Por un instante, vamos ahora a establecer una singu­lar hipótesis que es necesaria para la prosecución de nuestras conferencias. Representémonos que no existie­sen los Evangelios como fuente de información sobre la figura de Cristo. Supongamos que no existiesen los pri­mitivos documentos que como Nuevo Testamento to­mamos en la mano. Vamos a hacer caso omiso de lo que se ha escrito o dicho sobre la fundación del cristianismo; sólo tomaremos en consideración el devenir del cristia­nismo como hecho histórico, lo que sucedió en la huma­nidad en el transcurso de los siglos poscristianos. Vamos a considerar lo que realmente sucedió, sin recurrir a los Evangelios, a Los Hechos de los Apóstoles, ni a las Epís­tolas de San Pablo, ¿Qué es lo que sucedió?

Si empezamos por fijar la vista en el Sur de Europa, tenemos una época de la más alta cultura espiritual hu­mana, cuyo representante fue Aristóteles, a quien acaba­mos de nombrar; vida espiritual altamente desarrollada que en los siglos subsiguientes tuvo un singular cultivo. En la época en que el cristianismo comenzó a tomar su camino por el mundo, hubo en el Sur de Europa muchos hombres, de cultura griega; hombres que habían adheri­do a la vida cultural griega. Si examinamos el desarrollo del cristianismo hasta Celso, célebre por sus ataques con­tra el cristianismo, y, más tarde, en el segundo y tercer siglo poscristianos, hay en el Sur de Europa, en las penínsulas greca e itálica, hombres de la más alta cultura espiritual, numerosos hombres que habían acogido las sublimes ideas de Platón; hombres cuya sagacidad fue como la continuación de la de Aristóteles; espíritus fi­nos y fuertes de la cultura griega; romanos de cultura griega, que a la sutileza del espíritu helénico añadieron lo agresivo y personal del romanismo.

En este mundo penetra el impulso del cristianismo, al que para aquel tiempo puede caracterizarse como sigue: en cuanto a la intelectualidad y al tesoro del saber, los representantes del impulso cristiano de aquel tiempo, comparados con la cultura de numerosos hombres ro­mano - griegos, aparecen verdaderamente como gente inculta. En el mundo de madura intelectualidad, se in­troducen hombres sin cultura. Y allí se nos presenta un singular espectáculo: esas gentes de naturaleza sencilla, los portadores del primitivo cristianismo, extienden este cristianismo en el Sur de Europa, con relativamente gran rapidez.

Si ahora, con lo que por la antroposofía nos es posible comprender, consideramos a esos hombres de natural sencillo que en aquel tiempo difundieron el cris­tianismo, podemos decirnos: esas gentes sencillas no comprendían nada de la naturaleza de Cristo: -no hace falta pensar en la gran idea cósmica de Cristo; podemos pensar en ideas mucho más simples- aquellos portadores del impulso cristiano, colocados en la altamente desarro­llada cultura griega, no comprendían absolutamente na­da de todo aquello. Nada poseían para contribuir al es­cenario de la vida grecorromana, sino únicamente su in­terioridad personal, la que habían desarrollado en sí mismos como su afecto personal al Cristo amado; pues le te­nían este afecto como si se tratara de un miembro de una familia amada. Los que dentro del helenismo y el romanismo enraizaron el cristianismo, que hasta nuestro tiempo ha seguido desenvolviéndose, no eran teósofos cultos, ni intelectuales en general.

Los teósofos cultos de aquel tiempo, los gnósticos, se habían elevado, por cier­to, a sublimes ideas sobre el Cristo, pero no pudieron dar otra cosa que aquello que debemos poner sobre el platillo que sube bruscamente. Si todo hubiese dependido de los gnósticos, es seguro que el cristianismo no hu­biera tomado su camino por el mundo. No fue una inte­lectualidad particularmente desarrollada lo que desde el Este penetró y con cierta rapidez causó el hundimiento del helenismo y romanismo antiguos. He aquí el as­pecto que se presenta por un lado. Considerado por el otro, tenemos los hombres de alto nivel intelectual; empezando con Celso, el enemigo del cristianismo, quien ya en aquel tiempo exponía todo lo que hasta hoy se suele aducir; hasta el filósofo en el trono, Marco Aurelio. Fijemos la mirada en los neoplatónicos de fina cultura quienes entonces expresaban ideas, al lado de las cuales la filosofía actual es de muy poca substancia. En su nivel y amplitud de horizonte eran ideas muy superiores a las de nuestro tiempo. Pe­ro si miramos lo que esos filósofos sostenían contra el cristianismo, y lo mismo lo que en espíritu griego y romano aquellos hombres de alto nivel intelectual adu­cían desde el punto de vista de la filosofía griega, se nos da la impresión de que todos ellos no comprendían el impulso de Cristo.

Vemos que el cristianismo va extendiéndose debido a portadores que no entienden nada de la naturaleza del cristianismo, y es combatido por una alta cultura que no es capaz de comprender la significa­ción del impulso de Cristo. Curiosamente, el cristianis­mo viene al mundo de manera tal que ni adictos, ni ad­versarios llegan a comprender su verdadero espíritu. Y sin embargo, hubo hombres dotados de la fuerza del al­ma para hacer triunfar en el mundo el impulso de Cristo. Si pasamos a los que, como Tertuliano, con cierta grandeza se consagraban a defender al cristianismo, ve­mos en él a un romano quien, si nos fijamos en su modo de hablar, es el cuasi-creador de una nueva lengua roma­na; un hombre que por su acierto en el uso vivo de las palabras, se nos presenta como una personalidad impor­tante. No obstante, si nos preguntamos ¿qué hay detrás de las ideas de Tertuliano?, resulta que todo cambia. Descubrimos que en verdad posee bien poco de intelec­tualidad y nivel espiritual: los que defienden al cristia­nismo tampoco contribuyen mucho. Pero semejantes personajes como lo fue Tertuliano, a cuyos argumentos los griegos cultos no daban mucho crédito, de todos mo­dos, por su actuar, ejercían influencia. Por algo Tertulia­no influía en forma irresistible; pero ¿debido a qué? He aquí lo importante. Seamos conscientes de que aquí realmente surge una pregunta. ¿A qué se debe que van influyendo sobre la evolución, los portadores del impul­so de Cristo, si ellos mismos entienden poco de la natu­raleza del impulso de Cristo? ¿A qué se debe que van in­fluyendo los Santos Padres, incluso Orígenes, quienes dan la impresión de que les falta habilidad? ¿Qué es lo que de la naturaleza del impulso de Cristo ni la cultura grecorromana es capaz de comprender?

Pero demos otro paso más. El referido fenómeno se nos presenta en forma más acentuada si consideramos la historia. Vemos llegar los siglos en que el cristianismo va extendiéndose dentro del mundo europeo, entre pue­blos como, por ejemplo, los germánicos, que habían te­nido cultos religiosos muy distintos; pueblos aparente­mente unificados por sus ideas religiosas, los cuales, no obstante acogían con plena fuerza el impulso de Cristo, como si hubiera sido su verdadera vida. Si miramos los mensajeros germánicos más activos, vemos que no eran, de modo alguno, hombres de preparación escolástico­ teológica. Por el contrario, eran aquellos que de alma más bien sencilla actuaban entre las gentes y les habla­ban con ideas sencillísimas, pero directamente al cora­zón, Sabían expresarse en forma tal que sus palabras lle­gaban a lo más hondo del alma de quienes los escucha­ban. Eran hombres sencillos que se dirigían a todas par­tes y que actuaban de la manera más eficaz. Por un lado tenemos la expansión, del cristianismo a través de los siglos; por otro lado admiramos que este mismo cristianismo es motivo de importante erudición, ciencia y filosofía. No tenemos en poco esta filosofía, pero ahora vamos a dirigir la mirada sobre el singular fenómeno que hasta la Edad Media, el cristianismo se di­fundía y se arraigaba en el alma de pueblos que hasta entonces habían albergado ideas totalmente distintas; y en un futuro no muy lejano, al hablar de la expansión del cristianismo, se expondrán otras cosas más.

Cuando se habla del efecto del impulso cristiano, el que lo oye comprenderá fácilmente que los frutos de la expansión del cristianismo se evidenciaron en el entusiasmo que tal expansión ha producido. Empero, si llegamos a los tiempos modernos, parece menguar lo que a través de la Edad Media se observa como el cristianismo en expan­sión. Consideremos a Copérnico y toda la ciencia natural moderna, hasta el siglo XIX. Podría parecer que la cien­cia natural, lo que desde Copérnico se ha infundido en la cultura espiritual de Occidente, hubiese contrariado al cristianismo; y hechos exteriores podrían corroborarlo. Por ejemplo, hasta la segunda década del siglo XIX, la Iglesia Católica había puesto en el lndex a Copérnico. Pero esto es cosa exterior que no impidió que Copérni­co fuera canónigo. Lo mismo ocurre con Giordano Bruno que fue quemado por hereje. Ambos habían llegado a sus ideas, basándose en el cristianismo, y ac­tuaban por el impulso cristiano. Mal lo comprende quien, ateniéndose a lo que dice la Iglesia, pensase que aquello no haya sido fruto del cristianismo.

Los hechos que acabo de exponer, dan prueba de que la Iglesia no ha comprendido bien lo que son frutos del cristianismo. Quien considere las cosas más profundamente recono­cerá que todo lo que los pueblos hicieron, hasta en los siglos recientes, fue resultado del cristianismo, y que por el cristianismo el hombre llegó a mirar desde la Tierra hacia las vastedades celestes, como lo muestran las leyes copernicanas. Esto sólo fue posible dentro de la cultura y por el impulso del cristianismo. Para el que considere la vida espiritual no en la superficie sino en sus profundidades, resultará algo que, si lo enuncio, parecerá para­dójico; no obstante, es cierto. Para la profunda contem­plación resulta que sin el cristianismo hubiera sido im­posible el surgimiento de un Haeckel, tal como él se nos presenta, con toda su oposición al Cristo. Sin la existen­cia de la cultura cristiana, no hubiera sido posible el fe­nómeno de Ernst Haeckel. Y toda la evolución de la mo­derna ciencia natural, por más que se esfuerce en desa­rrollar oposición al cristianismo, es realmente fruto de este mismo cristianismo, una continuación inmediata del impulso cristiano. Cuando la moderna ciencia natu­ral haya superado los defectos de su primitivo desarro­llo, la humanidad llegará a comprender lo que significa que el punto de partida de dicha ciencia, en su conse­cuente prosecución, realmente conduce a la ciencia espiritual; se comprenderá que existe un camino que con­siguientemente conduce de Haeckel a la ciencia espiri­tual. Esto también hará comprender que Haeckel, si bien él mismo no lo sabe, es un genio enteramente cris­tiano.

Los impulsos cristianos no sólo han producido lo que se llama, o se llamaba, cristiano, sino también aquello que se tiene por opuesto al cristianismo. Examinando las cosas no solamente por los conceptos sino por la rea­lidad, se llegará a tal convicción. En mi opúsculo Reencarnación y Karma se expone que un camino directo conduce del darwinismo a la idea de las vidas terrenales repetidas. Para juzgarlo correctamente, es preciso contemplar sin prejuicios el obrar de los impulsos cristianos. El que comprende el haeckelismo y el darwinismo y conoce un poco lo que Haeckel no alcanzó a conocer - Darwin, en cambio, sabía ciertas cosas - comprenderá que el dar­winismo sólo fue posible como movimiento cristia­no y que consiguientemente conduce a la idea de la reencarnación. Quien, además, posee cierta fuerza clarividente, llegará, por este camino, al origen espiritual del género humano. Ciertamente, es un camino más lar­go pero, con la ayuda de la clarividencia, un correcto camino que del haeckelismo conduce a la concepción espi­ritual del origen de la evolución terrestre.

Pero también puede suceder que, sin compenetrarse del principio vi­tal del darwinismo, se lo tome tal como hoy se presen­ta; dicho de otro modo: si se toma al darwinismo como impulso, sin poseer la viviente comprensión del cristia­nismo que le es inherente, se llegará a algo extraño. Con semejante disposición anímica no se comprenderá ni el cristianismo, ni el darwinismo; pues se estará lejos del verdadero espíritu, tanto del cristianismo como del dar­winismo. En cambio quien se compenetre del genuino espíritu del darwinismo, por materialista que fuere, será capaz de remontarse en la evolución terrestre, al punto de reconocer que jamás el ser humano puede haberse desenvuelto de formas animales inferiores, sino que necesariamente debe de ser de origen espi­ritual. Remontándose, se llega al punto en que se per­cibe al hombre como ser espiritual, apareciendo en lo alto sobre el mundo terrenal. Empero, quien se aleje de ese buen espíritu puede creer, si es adep­to a la idea de reencarnación, que en alguna encar­nación pasada él mismo puede haber vivido como mono. El verdadero darwinismo jamás puede conducir a semejante creencia. Si al darwinismo no se le quita lo cristiano, se verificará que hasta en nuestro tiempo los impulsos darwinianos surgieron del impulso de Cristo, y que los impulsos cristianos ejercen su influencia, incluso donde se los niega.

Resulta pues que tenemos no solamente el fenómeno que en los primeros siglos el cris­tianismo se difunde aisladamente de la erudición y el saber de los adeptos; que en la Edad Media los doctos escolásticos contribuyen muy poco a su difusión, sino que también tenemos el fenómeno paradójico que el cristianismo, como contra-imagen, aparece en el darwi­nismo. Toda la grandeza de la idea del darwinismo re­cibió de los impulsos cristianos su energía; y estos im­pulsos que le son inmanentes, conducirán de por sí a que esta ciencia supere al materialismo. ¡Hay algo curioso en los impulsos cristianos! Parece que nada contribuyen a su difusión, la intelectualidad, el saber, la erudición y el conocimiento. Diríamos que el cristianismo se extiende, no importa el pensar en su favor o en su contra; más aun, que en el moderno materialismo aparece, en cierto modo, como convertido en lo contrario.

¿Qué es lo que se extiende? No son las ideas del cristianismo, no es la ciencia cristiana, lo que se extiende. Se podría afirmar: lo que se extiende es el sentimiento moral que el cristianismo infundió a la hu­manidad. Pero si se considera la moralidad que en aquel tiempo imperaba, se verá justificado mucho de cuanto se describe como enfurecimiento de los adeptos al cris­tianismo contra sus adversarios efectivos o supuestos. Ni tampoco puede impresionarnos la moralidad que reinaba en las almas de alta cultura intelectual, incluso en su pensar realmente cristiano. ¿Qué es lo singular que se di­funde? ¿Qué es lo que triunfalmente se expande en el mundo? Preguntemos lo que al respecto nos dice la cien­cia espiritual, el conocimiento clarividente. ¿Qué es lo que impera y obra en los hombres incultos que desde el Este penetran en el helenismo y romanismo altamente cultos? ¿Qué impera en aquellos que llevan el cristianis­mo al ajeno mundo germánico? ¿Qué es lo que impera en la moderna ciencia natural materialista en que, en cierto modo, la doctrina todavía cubre su rostro con un velo? En fin, ¿qué es lo que reina en todas esas almas, si no son impulsos intelectuales, ni siquiera morales? Es el Cristo mismo quien va de corazón a corazón, de alma a alma; quien pasa por el mundo, poco importa que en el correr de los siglos las almas le comprendan o no.

Debemos prescindir de nuestros conceptos, de toda Ciencia; señalar lo que es la realidad y hacer ver que el Cristo mismo, misteriosamente, obra en millares de impulsos, tomando forma en las almas, compenetrando y estando presente en miles y miles de hombres. En los hombres sencillos es el Cristo mismo quien anda por el mundo griego e itálico; más tarde, es el Cristo mismo quien anda junto a los maestros que llevan el cristianismo a los pueblos germánicos; es El mismo, el verdadero Cristo quien realmente va de lugar a lugar, de alma a alma; quien penetra en ellas; no importa lo que ellas mismas piensen acerca del Cristo. Lo voy a comparar con algo trivial: cuántos hombres hay que nada entien­den de la composición de los alimentos y que, no obs­tante, se nutren primorosamente. Nutrirse, nada tiene que ver con entender algo de las substancias alimenti­cias. Lo característico es que la penetración del cristianismo en el mundo, de ninguna manera dependía de la comprensión de parte de los hombres. He aquí un se­creto que sólo se puede esclarecer si se contesta la pre­gunta: ¿Cómo obra el Cristo mismo en el ánimo del hombre? Con respecto a esta pregunta la atención de la ciencia espiritual es atraída por un acontecer cuyo significado, en el fondo, sólo puede revelarse por la vi­sión clarividente, un acontecimiento que concuerda ple­namente con lo que acabo de exponer. Además, vere­mos que ya pasó el tiempo en que de la manera caracte­rizada el Cristo influyó en la evolución; ahora ha llega­do el tiempo en que es necesario que los hombres lleguen a conocer, a comprender al Cristo.

Por la misma razón también es preciso contestar la pregunta por qué a nuestra época había precedido la otra en que el impulso de Cristo pudo extenderse sin ha­ber sido comprendido. El acontecimiento a que la con­ciencia clarividente es conducida, es el de Pentecostés, la Venida del Espíritu Santo. La visión clarividente, sus­citada por la realidad del impulso de Cristo, en sentido antroposófico; primero fue dirigida al acontecimiento de Pentecostés, la Venida del Espíritu Santo. ¿Qué sucedió en aquel instante de la evolución terres­tre, el cual, al principio bastante incomprensible, se nos describe como el descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles? Si se investiga con la vista clarividente lo que allí sucedió, la ciencia espiritual obtiene una respuesta, una explicación de lo que se relata: que hombres sencillos, como también lo eran los apóstoles, súbitamente comienzan a hablar en otras lenguas, diciendo lo que desde las profundidades del espíritu debían expresar, y que de ellos no se esperaba. Realmente, en aquel mo­mento el cristianismo, los impulsos cristianos, comenza­ron a difundirse de una manera independiente de la comprensión de parte de los hombres entre los que se propagaba.

Partiendo del acontecer de Pentecostés fluye la co­rriente que hemos caracterizado. ¿Qué fue, en realidad, ese acontecimiento de Pentecostés? Para la ciencia espiritual surgió esta pregunta; y el Quinto Evangelio co­mienza con la respuesta que la misma ciencia espiritual puede dar a esta pregunta.     

SEGUNDA CONFERENCIA

Empecemos por contemplar, -como lo hemos enun­ciado- el acontecimiento de Pentecostés. En la primera conferencia ya se ha aludido a que la mirada de la in­vestigación clarividente, primero ha de dirigirse a dicho acontecer; pues éste se presenta a la visión retrospecti­va cual un despertar que ha sido experimentado, en el día que por la fiesta de Pentecostés se conmemora, por las personalidades generalmente llamadas los apóstoles o discípulos de Cristo Jesús.

No es fácil evocar una ima­gen exacta de los respectivos fenómenos, sin duda extra­ños; y, con el fin de obtener una idea exacta con relación al tema de este ciclo de conferencias, será necesario recordar, digamos, en la profundidad del alma, mucho de lo tratado en anteriores contemplaciones antroposó­ficas. En aquel momento, los apóstoles tuvieron la sensación de un despertar, la sensación de que durante mucho tiempo habían vivido en un inusitado estado de con­ciencia. Efectivamente, fue cual un despertar de un profundo sueño, pero un sueño extraño, un estado onírico, de tal manera -estoy hablando del estado de conciencia de los apóstoles mismos- que en todo momento, como hombre regularmente sano, se cumple con los quehace­res cotidianos, de modo que los demás ni se dan cuenta de que uno se halla en otro estado de conciencia. De to­dos modos, llegó el momento en que los apóstoles tuvieron la sensación de haber pasado varios días en un es­tado de ensoñación, del cual despertaron con el aconte­cimiento de Pentecostés. Este despertar lo experimenta­ron de un modo singular: tuvieron la sensación de que del universo hubiera bajado sobre ellos algo que sólo podría llamarse la substancia del amor cósmico.

Los apóstoles sintiéronse como despertados del citado esta­do onírico y fecundados desde lo alto por el amor que impera en todo el universo. Tuvieron la sensación de haber sido despertados por todo aquello que como la prís­tina fuerza del amor compenetra y da calor al universo, como si la prístina fuerza del amor hubiera penetrado en el alma de cada uno de ellos. A los demás, al observarlos como entonces hablaban, les causaba una extraña, impre­sión; pues sabían que los apóstoles habían vivido, hasta entonces, de una manera sumamente sencilla, si bien en los últimos días algunos se habían comportado de un modo algo extraño, como sumergidos en la ensoñación. Pero ahora parecieron hombres transformados, que efec­tivamente habían adquirido un estado del alma total­mente nuevo; hombres que habían dejado atrás toda estrechez y todo egoísmo de la vida, y que habían ganado infinita amplitud del corazón y extensa tolerancia inte­rior, junto con una profunda comprensión por todo lo humano sobre la tierra. Además, tuvieron la capacidad para expresarse de tal manera que cualquiera los enten­día.

En cierto modo dieron la impresión de que eran ca­paces de mirar en el corazón y el alma del prójimo para descubrir los profundos secretos del alma y poder con­fortar y decir lo que cada uno necesitaba. Naturalmente, causó asombro que semejante transfor­mación pudiera producirse en unos cuantos hombres. Ellos mismos, que por el espíritu del amor cósmico ha­bían sido despertados, sintieron en sí mismos una nueva comprensión; comprendieron lo que, por cierto, en ínti­ma comunidad de las almas había tenido lugar, pero sin haberlo entendido antes. Ahora, en aquel instante, sur­gió ante el ojo del alma, la comprensión de lo realmente sucedido en Gólgota. Y si miramos en el alma del após­tol a quien en los otros Evangelios se llama Pedro, su in­terior anímico revela a la visión clarividente retrospecti­va que, a partir del instante que en los otros Evangelios es llamado la negación, su conciencia terrenal en cierto sentido había quedado como totalmente cortada. Aho­ra, en cierto modo percibió aquella escena de la nega­ción, cuando le habían preguntado si él había estado con el Galileo; ahora estuvo consciente de que en aquel momento lo había negado, porque su conciencia se ha­bía ofuscado y había entrado en un estado parecido a lo onírico, como alejado a un mundo totalmente distinto. Fue para él como cuando alguien, al despertar, recuerda lo sucedido el día anterior antes de haberse dormido. Así también recordó Pedro lo que comúnmente se llama la negación; el haber negado tres veces, antes que el gallo hubiera cantado dos. Y así como se va haciendo de no­che, sobrevino ahora un estado intermedio de la conciencia de Pedro; pero no un estado lleno de imágenes de ensueño sino de visiones como de una conciencia su­perior, un participar de hechos puramente espirituales. Todo lo que desde aquel entonces había sucedido y que Pedro, en cierto modo, había presenciado durmiendo, surgió ahora ante su alma como de un ensueño clarivi­dente.

Ante todo llegó a percibir el acontecimiento, del que realmente puede decirse que lo había presenciado durmiendo, porque para su plena comprensión se requie­re la fecundación por el amor cósmico universal. Ahora percibió las imágenes del Misterio de Gólgota tal como con la conciencia clarividente retrospectiva podemos evocarlas, si establecemos las condiciones pertinentes. Francamente, no es fácil decidirse a expresar con pa­labras lo que se revela al penetrar con la mirada en la conciencia de Pedro y los demás que estuvieron reuni­dos en aquella fiesta de Pentecostés; sólo con el más hondo respeto es posible hablar de estas cosas. Diría que emociona sobremanera saber que se pone pie en suelo sagrado de la conciencia humana al expresar con palabras lo que aquí se abre a la visión del alma.

A pe­sar de ello y a raíz de ciertas condiciones anímicas de nuestro tiempo, resulta necesario hablar de estas cosas; pero plenamente consciente de que vendrán tiempos distintos a los nuestros, tiempos que considerarán estas cosas con mayor comprensión que los nuestros. Pues para comprender mucho de lo que al respecto hemos de decir, será preciso que el alma humana se libre de diversos elementos que ella necesariamente contiene, debido a la civilización de la época. En primer lugar, la visión clarividente percibe algo que parece ofender a la actual conciencia científico-natural. No obstante, me veo precisado a expresar con pa­labras, lo mejor que pueda, lo que a la visión del alma se presenta. No tengo la culpa si lo que debo decir acaso penetre en almas no suficientemente preparadas y luego sea exagerado, de modo que no pueda sostenerse frente a conceptos de la ciencia actual.

La visión clarividente es atraída por un cuadro que presenta una realidad, a la cual también en los otros Evangelios se alude, pero que de todos modos ofrece un singular aspecto dentro de la profusión de imágenes que la visión clarividente retrospectiva percibe. Esta vi­sión es efectivamente atraída por un obscurecimiento terrestre. Se reproduce la sensación del singular ins­tante en que durante horas, como en el caso de un intenso eclipse solar, el sol físico sobre Palestina, sobre el lugar de Gólgota, se había obscurecido. Da la impresión, la que incluso ahora la clara visión cien­tífico-espiritual es capaz de verificar cuando real­mente sobreviene un eclipse solar; que en tal momento, para la visión del alma, todo lo que circunda al hom­bre se presenta de un modo totalmente distinto. De­jo aparte todo lo producido por el arte y la técnica hu­manas en cuanto al aspecto que ofrece el eclipse solar. Se requiere un ánimo fortalecido y la certeza de que to­do eso debió producirse para resistir a las potencias de­moníacas que durante un eclipse solar se alzan de la gro­sera técnica exterior. Mas no quiero extenderme sobre este asunto, sino llamar la atención sobre el hecho de que en tal momento se presenta lleno de luz lo que, de otro modo, sólo se alcanza por muy difíciles meditacio­nes: se percibe entonces de manera distinta todo lo vege­tal y lo animal; cada mariposa presenta un aspecto dis­tinto. Es algo que en profundo sentido conduce a la convicción de que en el cosmos existe una íntima relación entre la vida sobre la tierra y una vida espiritual que per­tenece al sol y que en cierto modo tiene su cuerpo físico en lo que como sol se percibe. Y cuando la luz física forzadamente se obscurece porque se interpone la luna, no es lo mismo que cuando de noche simplemente no hay sol. Durante el eclipse solar el aspecto de lo terrestre que nos circunda es muy distinto del simplemente nocturno.

Cuando hay eclipse solar, se nota un erigirse de las almas grupales de vegetales y animales; un debilitarse de la corporeidad física de vegetales y animales, y un esclarecer de todo lo que representa el modo de ser del alma gru­pal. Todo lo expuesto lo percibe la visión retrospectiva clarividente si se dirige hacia el instante que, dentro de la evolución terrestre, se denomina el Misterio de Gólgota. Entonces surge algo que podría describirse así: se aprende a descifrar lo que significa aquel singular signo de la naturaleza que a la visión clarividente retros­pectiva se presenta en el cosmos. Repito que no es cul­pa mía si me veo precisado a leer, según la escritura oculta, un fenómeno de la naturaleza por lo demás común que tuvo lugar justamente en aquel punto de la evolución terrestre; a leerlo, tal como espontáneamente se presenta, en contradicción con todo conocimiento materialista actual.

Es como cuando se abre un libro y se lee lo allí escrito; lo mismo ocurre al presentarse, aquel fenómeno cuyos mismos signos indican lo que de­be leerse. Esos signos del cosmos nos obligan a leer lo que la humanidad debe llegar a conocer. Da la impresión de una palabra escrita en el cosmos, un signo cósmico. ¿Qué es lo que lee allí el alma que se abre? En la conferencia anterior he expuesto que al llegar la época de la cultura griega, la humanidad alcanzó un nivel evolutivo que en Platón y Aristóteles se elevó a un muy alto grado de desarrollo del alma humana y de la intelectualidad. En muchos respectos, en los tiempos posteriores, el saber alcanzado por Platón y Aristóteles no fue supera­do, pues en cierto modo la intelectualidad había llega­do a un nivel supremo. Si se considera este saber inte­lectual que por el actuar de predicadores viandantes, precisamente en la época del Misterio de Gólgota, se había popularizado enormemente en las penínsulas griega e itálica, si se considera que dicho saber se había difundido de una manera que hoy no se comprende, se tiene la impresión comparable a un leer de aquel signo oculto que, escrito en el cosmos, apareció.

Con la con­ciencia clarividente así desarrollada nos decimos enton­ces; todo este saber que la humanidad ha reunido, a que en el tiempo precristiano se ha elevado, tiene como sig­no la Luna, la cual, para el punto de vista terrenal, anda por el universo; ese signo es la Luna porque para la cog­nición superior de la humanidad este saber no ha actua­do como para esclarecer, para dar solución a enigmas, sino para obscurecer, tal como por el eclipse solar, la lu­na obscurece al sol. He aquí lo que se lee. Todo el saber de aquel tiempo no esclareció, sino que obscureció el enigma del mundo; y el clarividente perci­be el obscurecimiento por el saber del tiempo antiguo, de las regiones espirituales superiores del mundo, saber que se colocó ante el verdadero conocimiento, tal como la luna eclipsa al sol cuando se produce el eclipse solar.

Y el acontecimiento exterior se convierte en expresión de que la humanidad había alcanzado un grado de desa­rrollo en que el saber adquirido dentro de la esfera de la humanidad misma, se colocó ante el conocimiento supe­rior, como la luna ante el sol, en el eclipse solar. En aquel obscurecimiento del sol se percibe escrito en el cosmos, mediante un grandioso signo de la escritura oculta, el obscurecimiento solar de la humanidad, den­tro de la evolución terrestre. He dicho que la conciencia humana del presente lo sentirá como una ofensa, porque ya no tiene capacidad para entender el obrar del espíritu en el universo. No quiero hablar de milagros en sentido corriente, o sea de un quebrantar las leyes de la natura­leza, pero no puedo menos de enunciar cómo aquel obscurecimiento del sol puede leerse, y que no hay otra al­ternativa que mirar con el alma y, en cierto modo, leer lo que aquel fenómeno de la naturaleza expresa: con el saber lunar se había producido un obscurecimiento, frente al mensaje solar superior.

Entonces aparece ante la conciencia clarividente la imagen de la Cruz de Gólgota con el cuerpo de Jesús, en­tre los dos ladrones. Y luego otra imagen la que se man­tiene tanto más firme cuanto más se trata de rehuirla ­la imagen del Descendimiento de la Cruz y de la Sepul­tura. Con ella se presenta otro grandioso signo, escrito en el cosmos, y que debe leerse para entenderlo como un símbolo de lo realmente sucedido dentro de la evolución de la humanidad: al contemplar con la mirada del alma, la imagen del Jesús descendido de la cruz y la de la Sepultura, se experimenta un sacudimiento, producido por un terremoto que tuvo lugar en aquella región. Es de esperar que a su tiempo la ciencia natural comprenderá mejor la relación entre este terremoto y el obs­curecimiento del sol, pues ya existen, aunque en forma incoherente, ciertas teorías que señalan una relación en­tre eclipse solar y terremoto e incluso explosiones en mi­nas. Aquel terremoto ocurrió a consecuencia del eclipse solar. Ese mismo terremoto sacudió el sepulcro en que se había puesto el cuerpo de Jesús y arrastró la piedra que allí se había colocado; se abrió una hendidura y ella acogió al cuerpo. Un nuevo sacudimiento volvió a cerrar la hendidura sobre el cuerpo. Cuando a la mañana siguiente acudió la gente al sepulcro, éste estaba vacío, porque la tierra había acogido al cuerpo de Jesús; mas la piedra se encontraba al lado de la tumba. Contemplemos una vez más la sucesión de las imágenes. En la cruz de Gólgota muere Jesús. Cae la obscuri­dad sobre la tierra. En el sepulcro abierto se pone el cuerpo de Jesús. Un temblor sacude el suelo, y la tierra acoge al cuerpo de Jesús. La hendidura producida por el temblor, vuelve a cerrarse; la piedra es arrastrada a un lado. Son sucesos que efectivamente ocurrieron y debo describirlos de esta manera. Por más argumentos en con­tra que los hombres de la ciencia natural aporten, la vi­sión clarividente lo ve tal como acabo de relatarlo. Y si alguien quisiera sostener que no es posible que en el cos­mos apareciese, como poderoso lenguaje en signos, un símbolo como expresión de que algo nuevo ha entrado en la evolución de la humanidad; si alguien quisiera de­cir que las potencias divinas no escriben en la tierra, por medio de semejante lenguaje en señas, como, por ejem­plo, un obscurecimiento del sol y un terremoto, yo res­pondería: respeto vuestra creencia de que no puede ser; pero sin embargo, es verdad que sucedió.

Me imagino que un Ernesto Renán; quien escribió aquel curioso libro Vida de Jesús, diría: semejantes cosas no merecen fe; sólo se cree lo que se puede reproducir experimen­talmente. Pero esto es insostenible, pues Renán segura­mente cree que existió el período glacial, aunque no es posible reproducirlo experimentalmente. Es absolutamente imposible retraer la época glacial; sin embargo, todo naturalista cree que existió. También es imposible que aquel signo cósmico vuelva a presentarse a la huma­nidad. No obstante, tuvo lugar. Únicamente por la visión clarividente podemos abrir el camino hacia esos acontecimientos, si ante todo ahon­damos la mirada en el alma de Pedro u otro de los após­toles que en la fiesta de Pentecostés se sintieron fe­cundados por el amor cósmico universal. Únicamente si con la visión penetramos en el alma de esos hombres para percibir lo que en ellos vivió, nos será posible - por este camino más largo - llegar a la visión de la Cruz de Gólgota, el obscurecimiento y el temblor que le siguió. No se niega, de modo alguno, que en sentido físico aquel obscurecimiento y el terremoto fueron fenómenos comunes a la naturaleza. Empero, para el que los exami­na a través de la clarividencia, aparecen tal como lo he expuesto; y esto lo afirma decididamente quien en su al­ma ha creado las condiciones pertinentes.

En la concien­cia de Pedro lo expuesto fue, efectivamente; algo que en el contorno del largo sueño se cristalizó. En la conciencia de Pedro, entre diversas imágenes, se destacaron cla­ramente: la Cruz de Gólgota, el obscurecimiento y el temblor, como primeros frutos de la fecundación de Pentecostés, por el amor cósmico. Entonces supo, lo que antes, efectivamente, había ignorado: que el cuerpo en la cruz era el mismo con el cual muchas veces en la vida había caminado. Ahora fue consciente de que Jesús murió en la cruz, pero que en verdad esa muerte fue un na­cimiento, el nacimiento del Espíritu que en la fiesta de Pentecostés, como amor universal se derramó en el alma de los apóstoles. Pedro lo sintió como un resplandor del amor eterno, el amor que reina por los siglos de los si­glos. Lo sintió como aquello que nació, cuando Jesús murió en la cruz. Y en el alma de Pedro se suscitó la grandiosa verdad: es simplemente apariencia que en la cruz haya tenido lugar una muerte. En verdad, esa muerte, a la que había precedido infi­nito sufrimiento, fue el nacimiento del cual ahora un resplandor penetró en el alma de Pedro, con la muerte de Jesús nació para la Tierra aquello que antes, por to­das partes, se había encontrado fuera de ella: el amor cósmico universal.

En forma abstracta, parece fácil pro­nunciar semejantes palabras, sin embargo, hemos de te­ner presente que el alma de Pedro por primera vez lo sin­tió: para la Tierra nació lo que antes sólo había existido en el cosmos; nació en el instante en que Jesús de Naza­reth murió en la cruz de Gólgota. La muerte de Jesús de Nazareth fue el nacimiento, dentro de la esfera de la tie­rra, del amor cósmico. He aquí, en cierto modo, la primera revelación que se nos da en lo que llamamos el Quinto Evangelio. Con lo que en el Nuevo Testamento se describe como la Veni­da, el derramar del Espíritu, comienza lo que acabo de relatar. Por todo el estado de su alma, los apóstoles úni­camente habían sido capaces de presenciar con concien­cia anormal el acontecimiento de la muerte de Jesús de Nazareth. Otro momento más de lo vivido debieron recordar Pe­dro, como asimismo Juan y Jacobo: aquella escena que sólo por el Quinto Evangelio se nos presenta en toda su grandeza. Aquel con quien allí habían caminado, los ha­bía conducido al monte y les había dicho: ¡velad! Pero ellos habían quedado dormidos. Ya había empezado aquel estado de sus almas que cada vez más se intensifi­caba: la conciencia normal se adormecía; ellos caían en un sueño que se mantenía durante el acontecimiento de Gólgota. De este sueño irradió lo que, balbuceando, aca­bo de relatar. Pedro, Juan y Jacobo recordaron que ha­bían caído en ese estado, y ahora, para la mirada retrospectiva, aparecieron, al principio opacamen­te los grandes acontecimientos que habían tenido lugar en torno al cuerpo terrenal de Aquel con quien habían caminado. Lentamente, tal como ensueños olvidados vuelven a surgir, aparecieron en la concien­cia y en el alma de los apóstoles aquellos sucesos. En esos días no los habían presenciado con conciencia nor­mal. Ahora, todo apareció para la conciencia normal; apareció todo el tiempo vivido desde el acontecer de Gólgota hasta Pentecostés. Tuvieron la sensación de que ese tiempo lo habían pasado como sumergidos en un profundo sueño. Ahora, a la visión retrospectiva, les apareció, día por día, el tiempo pasado entre el Misterio de Gólgota y la así llamada Ascensión de Cristo Jesús. Lo habían vivido pero sólo ahora surgió de una manera muy singular.

Pido perdón por insertar una observación personal: debo decir que me sorprendió sobremanera la visión de lo que surgió en el alma de los apóstoles, lo que ellos ha­bían vivido en el tiempo entre el Misterio de Gólgota y la Ascensión. Es extraño cómo se suscitó la visión en el alma de los apóstoles. Surgieron imágenes como esta: ciertamente, tú estuviste reunido, te encontraste con lo que nació en la cruz; como si al despertar a la mañana, se recordase cual un sueño: durante la noche estabas reunido con este o aquel. De un modo extraño surgieron los distintos acontecimientos en el alma de los apóstoles, y siempre se preguntaron: ¿pero quién es Aquel con quien estamos reunidos? Y siempre de nuevo fallaron en conocerle. Sabían: es seguro que con El habíamos cami­nado, pero no reconocieron la figura con la que habían estado y que ahora apareció en la imagen, al haber reci­bido la fecundación por el amor universal. Se vieron a sí mismos caminando, después del Misterio de Gólgota con el Cristo. También percibieron que entonces El les había dado enseñanzas acerca del reino del Espíritu. Aprendieron a comprender que durante cuarenta días habían caminado con ese Ser que nació en la cruz, y que ese Ser - el amor universal que del cosmos nació en la Tierra - había sido su maestro, pero que no habían llega­do a la madurez para comprender su enseñanza; que con subconscientes fuerzas del alma le habían escuchado, y que como sonámbulos habían caminado al lado del Cris­to, sin poder concebir con el intelecto común lo que ese ser les enseñaba. Durante esos cuarenta días le habían escuchado con la conciencia extraña, la que sólo ahora, al haber experimentado el acontecer de Pentecostés, despertó en ellos. Como sonámbulos habían escuchado. El les había aparecido como el maestro espiritual, y les ha­bía revelado secretos que ellos sólo comprendían, porque Él los había puesto en otro estado de conciencia. Sólo ahora vieron claramente que habían caminado con el Cristo resucitado, y ahora comprendieron lo que había sucedido.

¿Cómo llegaron a comprender que realmen­te habían estado con Aquel con quien, en su cuerpo, an­tes del Misterio de Gólgota habían caminado? Lo com­prendieron de la siguiente manera. Supongamos que, después de Pentecostés, ante el al­ma de uno de los apóstoles haya aparecido esta imagen: vió que había caminado con el Resucitado pero no le reconoció. Vio un ser celeste espiritual, sin conocerlo. Se añadió entonces, mezclándose con la imagen puramente espiritual, otra imagen, la que representaba un acontecer que los apóstoles realmente habían vivido, antes del Mis­terio de Gólgota, con Cristo Jesús: una escena donde el Cristo les había hablado del secreto del Espíritu; pero sin que ellos hubiesen reconocido al Cristo, sino encon­trándose frente a un ser espiritual. Para conocer a éste, la imagen se transformó, manteniéndose ella misma, a la vez en la de la Ultima Cena que ellos habían celebrado con Cristo Jesús. Hay que imaginarse que tal apóstol tu­vo la visión suprasensible de haber caminado con el Re­sucitado y, detrás de esta imagen, la de la Ultima Cena. De esta manera los apóstoles reconocieron que Aquel con quien en el pasado habían caminado fue el mismo que el que ahora, en la apariencia que El había adoptado después del Misterio de Gólgota, les enseñó. Fue un total confluir del recuerdo correspondiente al estado de conciencia que en cierto modo había sido un estado de sueño, con las imágenes de recuerdo del tiempo anterior. Como dos imágenes, una sobre la otra, lo experimentaron: la imagen tomada de lo vivido después del Misterio de Gólgota, y la otra, con su luz del tiempo anterior al ofuscamiento de su propia conciencia. Así reconocieron la unidad: la entidad del Resucitado y aquel con quien, breve tiempo atrás, en el cuerpo físico, habían caminado.

Ahora pudieron decirse: antes de nuestro despertar en virtud de haber sido fecundados por el amor univer­sal, habíamos estado como enajenados de nuestro esta­do de conciencia común. Y el Cristo resucitado estaba con nosotros; El nos acogía inconscientes en su reino, caminaba con nosotros revelándonos los secretos de su reino; secretos que ahora, después del Misterio de Pente­costés aparecen como un sueño. Causa realmente asombro este coincidir de las imágenes de los apóstoles: una de lo vivido con el Cristo des­pués de Gólgota, y otra antes del Misterio de Gólgota, la de lo vivido conscientemente, en el cuerpo físico, con el Cristo Jesús.

Con lo que precede hemos comenzado a comunicar lo que puede leerse en el así llamado Quinto Evangelio; y para terminar este primer anuncio, deseo agregar algunas palabras que también deben decirse, aparte de aquellos hechos. En cierto modo, siento el deber oculto de hablar, en nuestro tiempo, de estas cosas. Sé muy bien que vivimos en una época en que para el cercano porvenir de la humanidad, están preparándose diversos cambios, y que nosotros, dentro de la Sociedad Antroposófica, de­bemos concebir la idea de que hay algo que en el alma humana necesariamente debe prepararse para el futuro. Vendrán tiempos en que será posible hablar de estas co­sas de una manera muy distinta de lo que nuestro tiem­po permite. Todos pertenecemos a esta época; pero se acerca un tiempo en que será posible hablar de un modo más exacto, en que probablemente mucho de lo que ahora sólo puede conocerse en principio, se conocerá por la crónica espiritual del devenir de un modo mucho más exacto. Estos tiempos vendrán, por más que la humanidad actual lo considere fuera de lo previsible. Preci­samente por esta razón es, en cierto sentido, una obliga­ción hablar de ello. Si bien me cuesta mucho hablar de este tema, predomina, no obstante, el deber frente a lo que en nuestro tiempo tiene que prepararse; y esto me ha conducido a hablar sobre este tema, ahora por prime­ra vez, en esta ciudad. Si digo que me cuesta mucho, hay que entenderlo tal cual lo expreso. Pido explícitamente tomar como una suerte de alusión lo que ahora expongo, como algo que ciertamente en tiempos venideros podrá decirse mejor y mucho más exactamente.

Una observación personal explicará mejor el porqué vacilo en hablar sobre este te­ma. Sé muy bien que para la investigación espiritual a que me dedico, resulta a veces bastante difícil, precisamente cuando se trata de cosas de esta índole, descifrar la escritura espiritual del mundo; y no sería nada extra­ño si a la palabra "alusión" hubiera que darle un signi­ficado más amplio de lo que ahora podría parecer. De ningún modo quiero decir que ya ahora soy capaz de in­terpretar exactamente lo que figura en la escritura espi­ritual, pues siento cierta dificultad para leer las imáge­nes de la Crónica del Akasha que se refieren al Cristianis­mo. Sólo con cierto esfuerzo logro cristalizar y conser­var las imágenes. Considero que según mi karma tengo el deber de expresar lo que acabo de decir. No cabe du­da que todo lo haría con menos esfuerzo si en mi in­fancia hubiera recibido al igual que otros coetáneos­ una educación realmente cristiana, la que no se me ha dado, pues me he criado en un ambiente enteramente racionalista. He sido educado de un modo puramente científico; debido a ello no me es fácil encontrar las co­sas, de las que tengo el deber de hablar.

Por dos razones me permito hacer esta advertencia personal: primero, porque precisamente ahora, de mala fe, se ha difundido una disparatada difamación en cuan­to a relaciones que yo haya tenido con ciertas corrien­tes católicas; de lo cual ni una sola palabra es verdad. Semejante imputación ha tenido su origen en círculos teosóficos; y esto hace ver a qué extremo ha llegado lo que a veces suele llamarse Teosofía. Las circunstancias nos obligan a no pasarlo por alto, sino a contraponerle la verdad. Por otra parte, debido a que, cuando joven, estuve ajeno al cristianismo, me siento tanto más libre frente a él y creo que sólo por el espíritu he sido condu­cido al cristianismo y al Cristo. Creo que precisamente en este campo tengo el derecho de hablar imparcialmen­te y sin prejuicios. Quizás, en esta hora de la historia universal, se dará más crédito a la palabra de un hombre de cultura científica, el que, cuando joven, estuvo ajeno al cristianismo, que a uno que desde su infancia haya tenido contacto con él. Con estas palabras también se alu­de a lo que vive en mí mismo, si ahora tengo que hablar de los misterios del así llamado Quinto Evangelio.

Rudolf Steiner
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