La
leyenda de San Jorge y el dragón
En cierta ocasión llegó San Jorge a
una ciudad llamada Silca, en la provincia de Libia. Cerca de la población
había un lago tan grande que parecía un mar donde se ocultaba un dragón de
tal fiereza y tan descomunal tamaño, que tenía atemorizadas a las gentes de
la comarca, pues cuantas veces intentaron capturarlo tuvieron que huir
despavoridas a pesar de que iban fuertemente armadas. Además, el monstruo era
tan sumamente pestífero, que el hedor que despedía llegaba hasta los muros de
la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban de acercarse a la orilla de
aquellas aguas. Los habitantes de Silca arrojaban al lago cada día dos ovejas
para que el dragón comiese y los dejase tranquilos, porque si le faltaba el
alimento iba en busca de él hasta la misma muralla, los asustaba y, con la
podredumbre de su hediondez, contaminaba el ambiente y causaba la muerte a
muchas personas.
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Al cabo de cierto tiempo los moradores de la región se quedaron sin ovejas o con un número muy escaso de ellas, y como no les resultaba fácil recebar sus cabañas, celebraron una reunión y en ella acordaron arrojar cada día al agua, para comida de la bestia, una sola oveja y a una persona, y que la designación de ésta se hiciera diariamente, mediante sorteo, sin excluir de él a nadie. Así se hizo; pero llegó un momento en que casi todos los habitantes habían sido devorados por el dragón. Cuando ya quedaban muy pocos, un día, al hacer el sorteo de la víctima, la suerte recayó en la hija única del rey. Entonces éste, profundamente afligido, propuso a sus súbditos:
-Os doy todo mi oro y toda mi plata y hasta
la mitad de mi reino si hacéis una excepción con mi hija. Yo no puedo soportar
que muera con semejante género de muerte.
El pueblo, indignado, replicó:
-No aceptamos. Tú fuiste quien
propusiste que las cosas se hicieran de esta manera. A causa de tu proposición
nosotros hemos perdido a nuestros hijos, y ahora, porque le ha llegado el turno
a la tuya, pretendes modificar tu anterior propuesta. No pasamos por ello. Si
tu hija no es arrojada al lago para que coma el dragón como lo han sido hasta
hoy tantísimas otras personas, te quemaremos vivo y prenderemos fuego a tu
casa.
En vista de tal actitud el rey comenzó a
dar alaridos de dolor y a decir:
-¡Ay, infeliz de mí! ¡Oh, dulcísima hija
mía! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo alegar? ¡Ya no te veré casada, como era mi
deseo!
Después, dirigiéndose a sus ciudadanos
les suplicó:
-Aplazad por ocho días el sacrificio de
mi hija, para que pueda durante ellos llorar esta desgracia.
El pueblo accedió a esta petición; pero,
pasados los ocho días del plazo, la gente de la ciudad trató de exigir al rey
que les entregara a su hija para arrojarla al lago, y clamando, enfurecidos,
ante su palacio decían a gritos:
-¿Es que estás dispuesto a que todos
perezcamos con tal de salvar a tu hija? ¿No ves que vamos a morir infestados por
el hedor del dragón que está detrás de la muralla reclamando su comida?
Convencido el rey de que no podría
salvar a su hija, la vistió con ricas y suntuosas galas y abrazándola y
bañándola con sus lágrimas, decía:
-¡Ay, hija mía queridísima! Creía que ibas
a darme larga descendencia, y he aquí que en lugar de eso vas a ser engullida
por esa bestia. ¡Ay, dulcísima hija! Pensaba invitar a tu boda a todos los
príncipes de la región y adornar el palacio con margaritas y hacer que
resonaran en él músicas de órganos y timbales. Y ¿qué es lo que me espera?
Verte devorada por ese dragón. ¡Ojalá, hija mía, -le repetía mientras la
besaba- pudiera yo morir antes que perderte de esta manera!
La doncella se postró ante su padre y le
rogó que la bendijera antes de emprender aquel funesto viaje. Vertiendo
torrentes de lágrimas, el rey la bendijo; tras esto, la joven salió de la
ciudad y se dirigió hacia el lago. Cuando llorando caminaba a cumplir su
destino, san Jorge se encontró casualmente con ella y, al verla tan afligida,
le preguntó la causa de que derramara tan copiosas lágrimas.
La doncella le contestó:
-¡Oh buen joven! ¡No te detengas! Sube a
tu caballo y huye a toda prisa, porque si no también a ti te alcanzará la
muerte que a mí me aguarda.
-No temas, hija –repuso san Jorge-;
cuéntame lo que te pasa y dime qué hace allí aquel grupo de gente que parece
estar asistiendo a algún espectáculo.
-Paréceme, piadoso joven –le dijo la
doncella- que tienes un corazón magnánimo. Pero, ¿es que deseas morir conmigo?
¡Hazme caso y huye cuanto antes!
El santo insistió:
-No me moveré de aquí hasta que no me
hayas contado lo que te sucede.
La muchacha le explicó su caso, y cuando
terminó su relato, Jorge le dijo:
-¡Hija, no tengas miedo! En el nombre de
Cristo yo te ayudaré.
-¡Gracias, valeroso soldado! –replicó
ella- pero te repito que te pongas inmediatamente a salvo si no quieres perecer
conmigo. No podrás librarme de la muerte que me espera, porque si lo intentaras
morirías tú también; ya que yo no tengo remedio, sálvate tú.
Durante el diálogo precedente el dragón
sacó la cabeza de debajo de las aguas, nadó hasta la orilla del lago, salió a
tierra y empezó a avanzar hacia ellos. Entonces la doncella, al ver que el
monstruo se acercaba, aterrorizada, gritó a Jorge:
-¡Huye! ¡huye a toda prisa, buen hombre!
Jorge, de un salto, se acomodó en su
caballo, se santiguó, se encomendó a Dios, enristró su lanza, y, haciéndola
vibrar en el aire y espoleando a su cabalgadura, se dirigió hacia la bestia a
toda carrera, y cuando la tuvo a su alcance hundió en su cuerpo el arma y la
hirió. Acto seguido echó pie a tierra y dijo a la joven:
-Quítate el cinturón y sujeta con él al
monstruo por el pescuezo. No temas, hija; haz lo que te digo.
Una vez que la joven hubo amarrado al
dragón de la manera que Jorge le dijo, tomó el extremo del ceñidor como si
fuera un ramal y comenzó a caminar hacia la ciudad llevando tras de sí al
dragón que la seguía como si fuese un perrillo faldero. Cuando llegó a la
puerta de la muralla, el público que allí estaba congregado, al ver que la
doncella traía a la bestia, comenzó a huir hacia los montes dando gritos y
diciendo:
-¡Ay de nosotros! ¡Ahora sí que
pereceremos todos sin remedio!
San Jorge trató de detenerlos y de
tranquilizarlos.
-¡No tengáis miedo! –les decía-. Dios me
ha traído hasta esta ciudad para libraros de este monstruo. ¡Creed en Cristo y
bautizaos! ¡Ya veréis cómo yo mato a esta bestia en cuanto todos hayáis
recibido el bautismo!
Rey y pueblo se convirtieron y, cuando
todos los habitantes de la ciudad hubieron recibido el bautismo San Jorge, en
presencia de la multitud, desenvainó su espada y con ella dio muerte al dragón,
cuyo cuerpo, arrastrado por cuatro parejas de bueyes, fue sacado de la
población amurallada y llevado hasta un campo muy extenso que había a
considerable distancia.
Veinte mil hombres se bautizaron en
aquella ocasión. El rey, agradecido, hizo construir una iglesia enorme,
dedicada a Santa María y a San Jorge. Por cierto que al pie del altar de la
citada iglesia comenzó a manar una fuente muy abundante de agua tan milagrosa
que cuantos enfermos bebían de ella quedaban curados de cualquier dolencia que
les aquejase.
Igualmente, el rey ofreció a Jorge una inmensa cantidad de dinero que el santo no aceptó, aunque sí rogó al monarca que distribuyese la fabulosa suma entre los
Igualmente, el rey ofreció a Jorge una inmensa cantidad de dinero que el santo no aceptó, aunque sí rogó al monarca que distribuyese la fabulosa suma entre los
pobres.
("La
Leyenda dorada". Santiago de la Vorágine)
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