LA FILOSOFIA DE LA
LIBERTAD
I
EL ACTUAR HUMANO CONSCIENTE ¿Es el hombre en su pensar y actuar un ser
espiritualmente libre, o se encuentra sujeto al dominio de una necesidad
absoluta, de acuerdo con las leyes de la naturaleza?. Pocas cuestiones se han
tratado con tanta sagacidad como ésta. La idea de la libertad de la voluntad
humana cuenta tanto con un gran número de partidarios vehementes, como de
adversarios obstinados. Hay hombres que en su apasionamiento moral consideran
de escasa inteligencia al que llega a negar un hecho tan evidente como la
libertad. Frente a ellos existen otros para quienes el colmo de lo científico
es creer que las leyes de la naturaleza quedan interrumpidas en el dominio del
actuar y del pensar humano. La misma cosa se considera como el bien más
preciado de la humanidad y, al mismo tiempo, como la más grave ilusión. Se ha
empleado infinita sutileza para explicar cómo la libertad humana es compatible
con los procesos de la naturaleza, a la que también el hombre pertenece. No
menor ha sido el esfuerzo con que otros han tratado de comprender cómo ha
podido surgir semejante idea absurda. Indudablemente se trata de uno de los más
importantes problemas de la vida, de la religión, de la conducta y de la
ciencia, como lo ha de sentir todo aquél que lo considere con un mínimo de
profundidad. Realmente es parte de los tristes síntomas de la superficialidad
del pensamiento actual, el hecho de que un libro, que como resultado de la
investigación naturalista moderna intenta crear una “nueva fe ”(David Friedrich
Strauss,“1 La antigua y la nueva fe”) no contenga, sobre esta cuestión, más que
las siguientes palabras: “No hemos de tomar en consideración aquí la
cuestión de la libertad de la voluntad humana. Pues la supuesta libertad de
elección indiferente, siempre ha sido considerada como una ilusión por toda
filosofía digna de este nombre. Con todo, esta cuestión no toca la valoración
moral del actuar y pensar humano”. Cito este pasaje, no porque yo
considere dicho libro de mucha importancia, sino porque me parece que expresa
la opinión a la que ha llegado la mayoría de nuestros pensadores contemporáneos
con respecto a esta cuestión. Que la libertad no puede consistir en que de dos
posibles acciones, uno pueda elegir la una o la otra enteramente a su voluntad,
parece saberlo cualquiera que pretenda haber alcanzado una cierta preparación
científica. Se afirma que siempre existe un motivo bien definido para que,
entre varias acciones posibles, se ejecute una determinada. Esto parece
evidente. No obstante, hasta el presente, los ataques principales de los
adversarios de la libertad se dirigen solamente contra la libertad de elección.
Así, por ejemplo, Herbert Spencer,2 cuyas ideas se difunden cada vez más, dice
en su libro “Los principios de la psicología”: “El que cada uno pueda
voluntariamente desear o no desear, como de hecho dice el dogma de la libre
voluntad, queda rechazado, tanto por el análisis de la conciencia como asimismo
por el contenido del capítulo precedente” (del citado libro). Otros al
combatir el concepto de la libre voluntad parten del mismo punto de vista. El
germen de todas las consideraciones al respecto se encuentra ya en la obra de
Spinoza.3 Lo que él expresó en términos claros y sencillos contra la libertad,
se ha repetido desde entonces innumerables veces, sólo que casi siempre
envuelto en sutiles doctrinas teóricas, de modo que resulta difícil descubrir
el sencillo razonamiento de que realmente se trata. En una carta del año 1674,
Spinoza escribe: “Es que yo llamo libre a lo que existe y actúa simplemente
por la necesidad inherente a su naturaleza; y llamo forzado, a aquello cuya
existencia y acción está determinada por otra cosa de manera exacta y fija.
Dios, por ejemplo, aunque necesario, es no obstante, libre, porque existe
solamente por la necesidad de su naturaleza. Dios, de igual modo, se conoce a
sí mismo y conoce todo lo demás libremente, porque resulta de la necesidad de
su naturaleza el que El conozca todo. Vemos, por lo tanto, que yo no establezco
la libertad en la libre decisión, sino en la libre necesidad”. “Pero
descendamos a las cosas creadas, cuya existencia y función están determinadas
sin excepción por causas exteriores, de modo fijo y exacto. Para comprenderlo
más claramente, representémonos un hecho bien sencillo. Por ejemplo: una piedra
recibe por la acción de una causa exterior, una determinada cantidad de
movimiento, por la cual, sigue necesariamente moviéndose después de cesar el
impacto de la causa exterior. Esta inercia por la que la piedra sigue
moviéndose no es necesaria sino forzada, porque hay que definirla por el
impacto de una causa exterior. Lo que en este caso vale para la piedra, vale
igualmente para cualquier otra cosa, por más compleja y polifacética que sea;
es decir, que todo está determinado necesariamente a existir y actuar de modo
fijo y preciso por causas externas”. “Supongamos ahora que la piedra,
mientras está en movimiento, piensa y sabe que se esfuerza lo más que puede en
continuar moviéndose. Esta piedra que sólo es consciente de su esfuerzo, y no
actúa de modo indiferente, creerá que es enteramente libre y que sólo continúa
moviéndose porque así lo quiere. Pues ésta y no otra es la libertad humana que
todos pretenden poseer, y que sólo consiste en que el hombre es consciente de
su deseo, pero sin conocer las causas que determinan su actuar. Del mismo modo,
el niño cree que desea la leche libremente, y el muchacho colérico que
libremente exige vengarse, y el miedoso la huida. Asimismo, el ebrio cree que
dice por libre decisión lo que en estado normal preferiría no haber dicho; y
como este prejuicio es innato a todos los hombres, no les es fácil librarse de
él. Pues a pesar de que la experiencia nos enseña claramente que el hombre no
sabe moderar sus deseos, y que, impulsado por pasiones contrarias, si bien es consciente
de lo bueno, hace lo malo; no obstante, se considera libre porque hay cosas que
él desea menos que otras, y porque puede refrenar fácilmente algunos deseos a
través del recuerdo de otros que a menudo le surgen”. Puesto que aquí se
nos presenta una opinión clara y expresada con precisión, será también fácil
descubrir el error fundamental que encierra. Se sostiene que con la misma
necesidad con que la piedra, debido a un impulso, ejecuta un determinado
movimiento, el hombre ha de emprender una acción cuando algún motivo le incita
a ello. Sólo porque el hombre es consciente de su acción, se considera a sí
mismo como el causante libre de ella. Pero no se da cuenta de que le incita un
motivo, al cual se ve obligado a obedecer. Pronto descubre el error de este
razonamiento. Spinoza y todos los que piensan como él no advierten que el
hombre no solamente tiene conciencia de sus acciones, sino que también puede
ser consciente de las causas que le guían. Es innegable que, al desear la
leche, el niño no es libre, como tampoco lo es el ebrio cuando dice cosas de
las que más tarde se arrepiente. Ninguno de ellos es consciente de las causas
que actúan en lo hondo de su organismo, y a cuya fuerza irresistible obedecen.
Pero ¿está justificado equiparar actos de esta naturaleza con aquéllos en los
que el hombre es consciente, no solamente de su actuar, sino también de los
motivos que le inducen a ello? ; ¿es que las acciones de los hombres son todas
de igual naturaleza? ; ¿se puede, con rigor científico, colocar la acción del
guerrero en el campo de batalla, la del investigador en el laboratorio, la del
hombre de Estado en complejos asuntos diplomáticos, en el mismo nivel que la
del niño al desear la leche?. No cabe duda de que para resolver un problema lo
mejor es atacarlo por su lado más sencillo. Pero es bien cierto que la falta de
discernimiento ha causado a menudo inmensa confusión. Y desde luego existe una
diferencia fundamental entre si yo sé por qué actúo o si no lo sé. En principio
esto parece ser una verdad evidente. Sin embargo, los adversarios de la
libertad nunca preguntan si un motivo que reconozco y comprendo significa para
mí una coacción en el mismo sentido que el proceso orgánico hace al niño pedir
llorando la leche. Eduard von Hartmann,4 en su “Fenomenología de la
conciencia ética”, afirma que la voluntad humana depende de dos factores
principales, a saber, de los motivos y del carácter. Si consideramos a todos
los hombres como iguales, o bien sus diferencias como insignificantes, parecerá
que su voluntad viene determinada desde afuera, es decir, por las
circunstancias que se les presentan. Sin embargo, si se considera que hay
personas que sólo hacen motivo de su actuar una idea o una representación,
cuando dicha idea despierta en su interior un deseo de acuerdo con su carácter,
entonces el hombre parece determinado desde dentro, y no desde fuera. Así el
hombre se cree libre, o sea, independiente de motivos exteriores porque, tiene
primero que convertir en motivo, de acuerdo con su carácter, la idea que se le
impone desde fuera. Pero, según Eduard von Hartmann la verdad es que:
“Aunque es cierto que somos nosotros mismos los que elevamos a motivos esas
ideas, no lo hacemos libremente, sino por la necesidad de nuestra disposición
caracterológica, es decir, en absoluto, libres”. También aquí se deja de
tomar en consideración la diferencia que existe entre motivos que sólo dejo
actuar después de haberlos ponderado conscientemente, y aquéllos a los que
obedezco sin tener clara conciencia de ellos. Esto nos conduce
directamente al punto de vista desde el cual hemos de considerar la cuestión.
¿Es correcto plantear de un modo unilateral el problema de la libertad de la
voluntad?, y si no, ¿con cuál otro hay, necesariamente, que
relacionarlo?. Si existe diferencia entre un motivo consciente de mi
actuar y un impulso inconsciente, es indudable que aquél conducirá a una acción
que deberá juzgarse de modo distinto que aquélla que se debe a un impulso
ciego. Por lo tanto, en primer lugar hay que preguntar en qué consiste esa
diferencia. Y sólo del resultado dependerá cómo debemos plantear la cuestión de
la libertad. ¿Qué significa ser consciente de los motivos de su actuar?.
Esta pregunta no se ha tomado suficientemente en cuenta porque,
lamentablemente, siempre se ha partido en dos lo que es un todo invisible, esto
es, el hombre. Se ha hecho una distinción entre el que actúa y el que tiene
conocimiento, sin considerar debidamente a aquél de quien se trata
principalmente, o sea, el que actúa a partir del conocimiento. Se dice
que el hombre es libre cuando únicamente se deja guiar por la razón, y no por
los apetitos animales; o bien, que ser libre significa poder determinar su vida
y su actuar, según fines y decisiones. Pero con afirmaciones de esta
naturaleza no se gana nada. Pues ésta es precisamente la cuestión: si la razón,
los fines y las decisiones ejercen sobre el hombre una fuerza coactiva, como la
que ejercen los apetitos animales. Cuando sin mi intención surge en mí una
decisión razonable, exactamente con la misma necesidad que el hambre y la sed,
no puedo sino obedecerla forzosamente; y mi libertad se convierte en
ilusión. También se ha dicho: ser libre no significa poder querer lo que
se quiere, sino poder hacer lo que se quiere. Este pensamiento lo ha caracterizado
con agudeza el poeta y filósofo Robert Hamerling5 en su obra “Atomística de la
Voluntad”: “El hombre puede ciertamente hacer lo que quiere; pero no
puede querer lo que quiere, puesto que su voluntad está determinada por
motivos” “¿No puede querer lo que quiere? Examinemos más de cerca estas
palabras. ¿Tienen realmente sentido? Entonces, ¿la libertad del querer debería
consistir en poder querer algo sin razón y sin motivo?. Pero, ¿qué significa
querer, sino tener un motivo de hacer o de desear una cosa más que otra? Querer
algo sin razón o sin motivo significaría querer algo sin quererlo. Al concepto
de querer se une inseparablemente el concepto del motivo. Pues sin un motivo
determinante la voluntad se convierte en una facultad vacía; sólo por el motivo
se hace activa y real. Por lo tanto, es enteramente correcto decir que la
voluntad humana no es “libre”, en cuanto que su dirección está siempre
determinada por el motivo más fuerte. Por otra parte hay que admitir que frente
a esta “falta de libertad” es absurdo hablar de una concebible “libertad” de la
voluntad, que consistiría en poder querer lo que no se quiere”. También
en este caso se habla solamente de motivos en general, sin tomar en
consideración la diferencia entre los motivos inconscientes y los conscientes.
Si tengo forzosamente que obedecer a un motivo porque se evidencia como el “más
fuerte” entre otros, la idea de libertad deja de tener sentido. ¿Cómo puede
tener importancia para mí el poder hacer algo o no, si el motivo me fuerza a hacerlo?.
Lo que importa ante todo no es la cuestión de si yo, a causa de un motivo,
puedo hacer algo o no, sino si solamente existen motivos que actúan
necesariamente. Si me veo forzado a querer algo, me será, según las
circunstancias, totalmente indiferente, si puedo, además, hacerlo. Si a causa
de mi carácter, y debido a las circunstancias de mi entorno, surge un motivo
imperioso que mi pensar juzga insensato, tendría entonces que estar contento de
no poder hacer lo que quiero. Lo que importa no es si puedo ejecutar una
decisión que he tomado, sino cómo esa decisión se forma en mí. Lo que
distingue al hombre de todos los demás seres orgánicos, reside en su pensar
racional. La actividad la tiene en común con otros organismos. No se gana nada
si para aclarar el concepto de la libertad del actuar humano se buscan
analogías en el reino animal. La ciencia natural moderna es propensa a
semejantes analogías. Y cuando llega a encontrar en los animales algo similares
a la conducta humana, cree haber tocado la cuestión más importante de la
ciencia acerca del hombre. A qué malentendidos conduce esta opinión lo muestra,
por ejemplo, el libro “La ilusión del libre albedrío” de P.Rée (1885), en el
que dice lo siguiente sobre la libertad: “Es fácil explicar que el movimiento
de la piedra es necesario, pero que lo sea la voluntad del asno no lo es. Las
causas del movimiento de la piedra se hallan fuera y visibles, pero las causas
del querer del asno se hallan dentro, invisibles: entre nosotros y el sitio de
su función se encuentra el cráneo del asno. No se ve la causa determinante, y
entonces se piensa que no existe. Se explica que el querer es la causa de que
el asno se mueva; pero que este querer es de por sí incondicional, un punto de
partida absoluto”. También aquí simplemente se omiten las acciones del
hombre en las cuales él es consciente de los motivos de su actuar; pues Rée
declara: “Entre nosotros y el sitio de su función se encuentra el cráneo del
asno”. A juzgar por estas palabras, Rée está lejos de ver que si bien no
existen en el asno, existen sin duda acciones del hombre en las que entre
nosotros y éstas se halla el motivo plenamente consciente. Y pocas páginas más
adelante, lo prueba él mismo diciendo: “No percibimos las causas que
condicionan nuestro querer, y por ello pensamos que no está condicionado
causalmente”. Pero basta de ejemplo que demuestran que muchos combaten la
libertad sin saber siquiera en qué consiste. Se sobreentiende que una
acción cuyo autor no sabe por qué la realiza, no puede ser libre. ¿Pero qué
relación tiene con aquélla, de cuyos motivos es consciente?. Esto nos conduce a
la pregunta: ¿cuál es el origen y el significado del pensar?. Pues, sin el
reconocimiento de la actividad pensante del alma, no es posible formarse el
concepto de algo y, por consiguiente, tampoco el de una acción. Si llegamos a
conocer lo que significa el pensar en general, también será fácil llegar a
comprender la importancia del pensar para el actuar humano. Con razón dice
Hegel: “El pensar hace que el alma, que el animal también posee, se eleve a
espíritu”; y por este motivo el pensar ha de imprimir al actuar humano su
carácter peculiar. De ningún modo se puede afirmar que todo nuestro
actuar fluya de la pura reflexión de nuestro intelecto. No puedo calificar de humanas
en el sentido más elevado solamente aquellas acciones que proceden del juicio
abstracto. Pero tan pronto como nuestro actuar se eleva por encima del dominio
de los apetitos puramente animales, nuestros motivos se hallan permeados de
pensamientos. El amor, la compasión, el patriotismo son móviles del actuar que
no pueden ser explicados por medio de fríos conceptos intelectuales. Se dice
que en este campo el corazón y el alma hacen valer sus derechos. Sin duda. Pero
el corazón y el ánimo no crean los móviles del actuar, sino que los presuponen
y los acogen en sí. En mi corazón surge la compasión cuando en mi conciencia se
produce la impresión de una persona que me da pena. El camino al corazón pasa
por el intelecto, y el amor no es excepción. Si no se reduce a la mera
expresión del instinto sexual, se basa en la idea que del ser amado nos
hacemos; y cuanto más idealista es esta representación, tanto más profundo es
el amor. También aquí es el pensamiento el padre del sentimiento. Se dice que
el amor es ciego para con los defectos del ser amado. Pero también se puede
considerar esto a la inversa y afirmar que justamente el amor abre los ojos
para descubrir sus cualidades. Muchos pasan sin advertirlas, mas uno las ve, y
precisamente por eso se despierta en su alma el amor. No ha hecho otra cosa,
sino formarse una idea, una representación de algo de lo que otras cien
personas no tienen ninguna. Ellos no tienen el amor, porque carecen de la
representación. Por donde quiera que se enfoque la cuestión, cada vez
resulta más evidente que la pregunta referente a la naturaleza del actuar
humano, presupone la del origen del pensar. Por esta razón, me ocuparé primero
de esta cuestión.
RUDOLF
STEINER
CAPITULO
I
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