EL HOMBRE DIURNO Y EL HOMBRE NOCTURNO
Conferencia pronunciada en Dornach, el 3 de febrero de 1923
Mis queridos amigos:
Quisiera empezar contándoles un pequeño episodio de la inquietud intelectual del siglo XIX, a fin de que nos sirva de orientación sobre los grandes cambios que han tenido lugar en la vida anímica del hombre occidental. Reiteradamente, he destacado que el hombre moderno suele creer que la humanidad, desde siempre, ha pensado, sentido y reaccionado, igual a la manera de hoy y que, si es que sintió de manera distinta a la actual, eso correspondió a estados evolutivos infantiles, pues no ha sido hasta el presente que el hombre ha avanzado a lo que pudiéramos llamar genuina virilidad del pensamiento. Para un auténtico conocí-miento del hombre y de su condición humana, hemos de remontarnos al ¡nodo de pen¬sar de tiempos más antiguos, y así contrarrestaremos el triunfalismo y la altanería con que se valora lo que, hoy día, alienta en las almas humanas. Y si luego observamos que, en el curso de pocas décadas, han completamente cambiado los pensamientos e ideas de la intelectualidad occidental, podemos formarnos un concepto del radical cambio de la vida anímica humana a través de intervalos centenarios o milenarios, cambio que ya comentamos en nuestra charla de ayer.
Uno de los más renombrados hegelianos del siglo XIX, es Karl Rosenkranz quien ocupó por largo tiempo la cátedra de Filosofía en la Universidad de Konigsberg. Sin duda, Rosenkranz era hegeliano; pero su hegelianismo estaba matizado, por una parte, por su escrupuloso estudio de la obra de Kant Rosenkranz contemplaba a Hegel desde la óptica del kantismo-; y, por la otra, por su estudio de la teología protestante. Todo ello: la teología protestante, el kantismo y el hegelianismo, concurría en esa personalidad de mediados del siglo XIX.
En el último tercio del siglo XIX, el hegelianismo virtualmente se habla desvanecido del horizonte de la humanidad culta centroeuropea, y así, nos es difícil imaginar cuan profundamente esa .intelectualidad se hallaba arraigada en el hegelianismo, en los años cuarentas. De ahí que hoy, sea también difícil lograr una visión concreta de la estructura interna de un alma como la de Karl Rosenkranz.
Aun así y todo, Rosenkranz fue un pensador, allá por los años 40s, cuyo pensamiento se movía dentro de los cánones que la intelectualidad propia de su época postulaba para todo hombre que hubiera descartado el obsoleto pensar antiguo, que se hubiera sometido a la Iluminación moderna, y que no fuera supersticioso en el sentido de lo que, en aquellos años, se calificaba de superstición Podemos imaginar, pues, que Rosenkranz cumplía con ese código, y que se hallaba a la altura de la cultura contemporánea.
Pero algo sucedió en 1843: Karl Rosenkranz, al andar de paseo, se encontró con un hombre de apellido Bonn, y fue tan interesante el diálogo que entablaron que, a la postre, fue reconstruido por escrito. Bonn, oriundo de Turingia, no era, como Rosenkranz, persona plenamente identificada con su época; y asi podemos conjeturar que él, a su vez, había considerado a Rosenkranz como corroído por las ideas más recientes, como individuo que, si bien carente de prejuicios, ya no entendía la buena sabiduría de antaño, todavía viva en Bonn.
Bonn se había formado en la Universidad de Erlangen, donde había sido discípulo del filósofo Schubert, de inconfundible sabor pietista, si bien poseedor todavía de una sabiduría más antigua, que concedía mucha importancia a la posibilidad de explorar la entidad humana a través de peculiares estados oníricos de conciencia. Schubert mantenía en elevada estima la tradicional sabiduría antigua, y estaba convencido de que quien no pudiera, por medio de una vida intima meditativa, revivir algo de aquella preciosa sabiduría de antaño, tampoco podía, en rigor, saber nada acerca del hombre, por medio de la sediciente sabiduría nueva. Desde este punto de vista, las obras de Schubert son sumamente interesantes. Le gustaba ahondar en las distintas manifestaciones de la vida onírica, incluso en los estados psíquicos anormales. Hoy diríamos quizá ahondar en los estados psíquicos, no del médium fraudulento, sino de la clarividencia atávica todavía persistente desde tiempos pasados; o sea, en los estados psíquicos anormales, no plenamente dilucidados por la conciencia vigílica. Así fue como Schubert pretendía obtener información relativa al ser humano.
Ahora bien, 3onn empezó siendo discípulo de ese Schubert. Pero después, llegó a Suiza, y estableció contacto con una espiritualidad de la que la mayoría de los suizos no tienen idea de que hubiera existido alguna vez en este país: Bonn absorbió en Suiza las enseñanzas de Gichtel. No sé si los suizos todavía tienen conocimiento de que el gichtelianismo era bastante difundido, no sólo en el resto de Europa - en Holanda por ejemplo - sino también en la propia Suiza.
Las enseñanzas de Gichtel corresponden a lo que, a través del siglo XVIII y hasta bien entrado el XIX, había persistido de la enseñanza de Jacob Bohme. En la forma en que Gichtel la exponía, el mensaje de Bohme alcanzó gran difusión, incluso aquí, en Suiza, donde Bonn conoció el gichtelianismo.
Entre Rosenkranz y Bonn se trabó un diálogo. Rosenkranz era hombre muy leído. Y si bien, a consecuencia de su kantismo, su hegelianismo y su teologismo protestante, no le era posible comulgar, en actividad interna, con las ideas de Jacob Bohme ni con su atenuación en Gichtel, por lo menos sí entendía la terminología, y le interesaba cómo las exponía un hombre tan extraño cómo ese gichteliano.
Parece que, para iniciar el diálogo, discurrían sobre un tema que ni para los kantianos ni para los hegelianos del siglo XIX, ofrecía facetas particularmente ininteligibles. En el curso de ese diálogo, Rosenkranz observaba que era muy fastidioso el que, al pretender reflexionar en hondura sobre algún problema, a uno le perturbara toda clase de distracciones externas.
Me parece que, en esas palabras de Rosenkranz, quedó anticipado algo que, más adelante, cobraría inusitada realidad, o sea, el nerviosismo propio de nuestra época. Recordemos que, entre las mültiples asociaciones que florecieron en Centroeuropa en los años anteriores a la Guerra, hubo una, con sede matriz en Hannover, que se dedicaba al combate del ruido. Se pugnaba por la legislación silenciadora, que hiciera posible, por ejemplo que, de noche, uno pudiera estar sentado en tranquilo pensamiento, sin que le estorbara el bullicio de una taberna vecina. Se publicaron folletines y revistas que promovían esa "Asociación contra el ruido". La intención de establecerla, es, desde luego, engendro de nuestra época nerviosa. La observación de Karl Rosenkranz, de que los menudos incidentes del medio ambiente influyen negativamente en quien pretenda reflexionar o, como colmo, pretenda escribir un libro, esa observación, digo, ya era presagio del nerviosismo por venir. Parece que Bonn se mostró comprensivo a la lamentación de un hombre que deseaba reflexionar sin estorbos, pues le dijo a Rosenkranz: "Sí, puedo recomendarle algo que es muy efectivo; le recomiendo la contrariedad".
Rosenkranz se sintió perplejo. Hacer ejercicios de contrariedad, aprender a desarrollarla dentro de sí mismo, ¿era esto lo que Bonn le recomendaba? Y dijo Rosenkranz: la contrariedad consiste precisamente en todo eso que le distrae a uno. Y le respondió Bonn: No me refiero a eso. Y luego Bonn le explicó a Rosenkranz a qué se refería con la palabra contrariedad: hay que procurarse tanta estabilidad interna que la Turba de los demos incidentes ambientes ya no afecte la propia Constelación, a fin de que la Tintura pura pueda desarrollarse en el propio Astrum.
Bonn había aprendido todo esto aquí, en Suiza, de los gichtelianos : procurar que la propia Constelación no quedara interferida por la Turba de los demás procesos del medio ambiente, a fin de que la Tintura pura pudiera desarrollarse en el propio Astrum. Como ya dije, Rosenkranz entendió esos términos. Creo que, hoy día, ya no los entiende ni el hombre de mayor condición académica.
¿Qué es, pues, lo que Bonn, heredero de Gichtel, realmente quiso significar? Como hemos visto, Bonn se movía dentro de las ideas legadas por Jacob Bóhme; recientemente, tuve oportunidad de trazar su semblanza con algunos rasgos* y dije que él recogía la inalterada sabiduría popular que la tradición había conservado. De esa sabiduría popular, él asimilaba mucho que hoy nadie aceptaría; mucho de ella perduró entonces, incluso entre gente dada a la reflexión, en expresiones tales como las que acabo de citar de boca del propio Bonn. Esas expresiones permitían imaginar algo que tenía cierta vitalidad interna; reminiscencias de lo que la humanidad de antaño había captado por medio de la clarividencia antigua, esa clarividencia que consistía en poderes que brotaban de la corporeidad humana. Al decir esto, no afirmo que la antigua clarividencia arraigara en la parte físico-material del cuerpo, pues no olvidemos que todo lo corpóreo hállase saturado de espíritu. Pero, propiamente, el antiguo vidente extraía, de las fuerzas de su corporeidad, aquello que él, en sus imaginaciones oníricas, había situado ante su alma. Lo que palpitaba en la sangre, lo que forcejeaba en la respiración, e incluso lo que se agitaba en las sustancias transformadas por el metabolismo, todo esto se levantaba, cual vaho espiritual, hacia la parte espiritual, y suministraba a la antigua clarividencia, las grandiosas imágenes cósmicas, tales como a menudo las describí. Insisto: la antigua clarividencia era extraída de una base corpórea.
Lo que entonces, pues, se revelaba al vidente, al vivir como sumergido en una atmósfera de luz violeta, confundido, cual nube violeta, con esa luz violeta, de modo que uno se sintiera completamente centrado dentro de sí mismo: he ahí lo que se llamaba la Tintura. El individuo sentía esa Tintura como algo suyo propio, propiedad unida a su organismo: la sentía como su propio Astrum. Esa esencia interna extraída del cuerpo, era la que Bonn, el gichteliano, designaba como la Tintura pura del propio Astrum.
Pero ya había llegado la etapa - en realidad, desde mucho antes -en que los hombres ya no podían extraer todo ello de su propia corporeidad; hacía ya tiempo, que la antigua clarividencia ya no era adecuada al hombre. De ahí que individuos como Bóhme o Gichtel sentían lo difícil que era revivir esas antiguas ideas: el hombre había perdido la facultad de vivir en ellas; se desvanecían en el momento de surgir; el hombre se sentía inseguro ante ellas, y por eso trataba de retener esas fugaces imágenes internas que todavía afloraban al ser evocadas por el íntimo sonido de las antiguas palabras. Y así como, dentro de sí mismo, él sentía la pura Tintura de su Astrum, del mismo modo, al acercársele alguna impresión externa, sentía que ella desalojaba instantáneamente esas imágenes. Eso otro, que espiritualmente se agitaba en las cosas y procesos del medio ambiente, solía llamarse Turba. El meditador de antaño no quería que esa Turba le perturbara su propia Constelación, esto es, la condición anímica a la que él se veía transportado al ahondar intensamente el íntimo sonido de las antiguas palabras, a fin de que, conservando esa vida íntima tradicional, pudiera evitar que se le escapara la autenticidad del hombre. De ahí que el meditante se empeñaba en no admitir impresión alguna desde afuera, sino en vivir dentro de su propia mismidad; él se hacía inafectable, para que nada externo pudiera penetrarle.
Esa Inafectibilidad, "esa vida interna dentro de sí mismo, es a lo que Bonn aludió con la palabra contrariedad, y que él recomendó a Rosenkranz, tal como acabo de describirlo. Esto nos permite un profundo atisbo de la vida psíquica en un tiempo relativamente remoto, la que dentro de los círculos del gichtelianismo perduraba todavía a mediados del siglo XIX, si bien en forma crepuscular y agonizante. Ese postrer estremecimiento correspondía a lo que, otrora, había sido íntima comunión con el mundo divino-espiritual, en visiones clarividentes oníricas que le permitían al hombre sentirse como ente celestial, en lugar de ser terreno.
Condición previa para aquella antigua condición anímica era que el hombre todavía no había desarrollado el pensar puro,característico de los tiempos modernos. Este pensar puro, del que mi "Filosofía de la Libertad11 ha tratado por primera vez en plenitud de conciencia, es algo que, hoy día, escapa todavía a la sensibilidad del hombre moderno: ese pensar puro ha ido plasmándose, inicialmente, en relación con las ciencias naturales.
Detengámonos en un área de las ciencias naturales que nos muestra, con trazos particularmente característicos, lo que aquí nos interesa: la Astronomía. Copérnico la convirtió en pura mecánica celeste, en un a modo de descripción de la maquinaria cósmica. Antes de el, subsistían todavía las antiguas ideas, de que, en los astros, hallábanse" incorporadas ciertas entidades espirituales. En la Escolástica medieval todavía existían las Inteligencias espirituales habitando los astros. La concepción de que todo el mundo externo es puramente material, vacío de pensamientos, y de que es el hombre quien tan sólo forma los pensamientos acerca de ese mundo, es de advenimiento relativamente reciente. Antaño, el hombre se formaba imágenes, imágenes que se le combinaban con su visión de una estrella o de una constelación: veía en ellas, algo viviente, algo que tenía propia urdimbre. Así, el hombre se sentía unido con el mundo entorno, no .a través del pensar puro, sino a través de una viva sustancialidad anímica. Pero precisamente al contacto con ese mundo entorno, fue cómo el hombre empezó a desarrollar el pensar puro.
Ya dije en ocasión anterior que también los hombres de antaño tenían pensamientos, pero los recibieron junto con su clarividencia, es decir, de su mundo entorno recibían las imágenes clarividentes, y de ellas extraían sus pensamientos. Los hombres de antaño no abstraían los puros pensamientos directamente de las cosas externas; la peculiaridad de los tiempos modernos es que el hombre va aprendiendo a abarcar el mundo por medio del simple pensar; y así, abarcando el mundo, es cómo el hombre empieza a desarrollar su puro pensar.
Con todo esto, se vincula todavía algo distinto. Los hombres a los que alude Bonn al hablar con Rosenkranz, no tenían del sueño la experiencia tal como la tiene el hombre moderno centrado en el pensar. El moderno pensante experimenta el sueño como estado de inconsciencia, interrumpida, si acaso, por los sueños, que, con toda razón, no le significan gran cosa. En efecto, dada la condición anímica del hombre moderno, los sueños carecen de mayor valor; por lo regular, son reminiscencias de la vida externa o íntima, y su contenido no es particularmente relevante. Insisto, pues, en que lo que caracteriza el sueño, es la inconsciencia. No siempre fue así; el propio Jacob Bóhme todavía conocía bien la modalidad del sueño durante el cual la conciencia quedaba saturada de auténticas intuiciones del contexto cósmico.
Un. hombre como Jacob Bohme, y luego también Gichtel quien, con gran diligencia, se familiarizó todavía con esa condición anímica, decían: al captar la mirada, o con cualquier otro sentido, las cosas -del mundo sensorio, y luego someter a escrutinio mental lo que los sentidos han aprehendido, ni duda cabe de que podemos venir en conocimiento de muchas donosuras, pero sin que ellas nos revelen los verdaderos secretos del mundo; sólo nos patentizan su estampa externa.
Insisto: Jacob Bolime y Gichtel conocían esos estados de la conciencia en que ni dormían, ni meramente soñaban, sino en los que su conciencia se hallaba henchida de intuiciones de los verdaderos secretos del mundo, ocultos tras el mundo sensible. Para esos dos pensadores, esas intuiciones valían más que los resultados de sus afanes perceptivos e intelectuales; el mero pensar no les importaba mayormente. Pero existía también para ellos la contra imagen, o sea, la conciencia de que el hombre puede tener percepciones extracorpóreas. En los estados de conciencia que no corresponden ni a dormir, ni a soñar, intuían, a la vez, que el hombre se había, en gran parte, desprendido de su cuerpo, pero que se había llevado consigo la fuerza de la sangre, así como de la respiración, Y, como sea que el hombre hállase internamente unido con el mundo, aunque su cuerpo despierto le ofusque esa unión, intuían asimismo que el hombre, al independizarse parcialmente de su cuerpo despierto, puede conseguir el conocimiento de los secretos del mundo, por medio de las facultades más delicadas que la antigua clarividencia había extraído del cuerpo, conforme he explicado antes.
Al entrar en semejantes condiciones peculiares de sueño, el hombre llegaba a tener conciencia de lo que, propiamente, es el sueño. Individuos como Jacob Bohme o Gichtel, se decían: al estar dormido, me encuentro con los miembros más sutiles de mi cuerpo, en la naturaleza más sutil; y me sumerjo en ella.
Ellos se sentían allí insertos, y, al despertar, sabían: mi entidad humana más sutil con la que, durante el sueño, incluso durante el sueno sin sueños, entré en contacto con una naturaleza, también más sutil, late en mí incluso durante la vigilia. Con mi cuerpo, corporizo lo que siento y lo que pienso (recordemos que, antaño, eso no era todavía el puro pensar).. Al configurar, pues, imágenes por medio del pensamiento, alienta en ellas mi calidad humana más sutil.
Para esos dos pensadores, tenía auténtico significado decir: aquello que yo soy durante el sueño, persiste en mí también durante la vigilia; sentían como si cierta sangre anímica propia del sueño, continuará proyectándose y palpitando en los estados de vigilia. Decíanse: al estar despierto, continúo durmiendo, es decir, lo que acaece dentro de mí durante el sueño, continúa acaeciendo durante la vigilia.
Esa sensación es muy distinta de la que tiene hoy el hombre moderno, centrado en el mero pensar intelectual. Ese hombre moderno despierta en la mañana y traza una nítida línea divisoria entre lo que él fue durante el sueño, y lo que es ahora durante la vigilia; nada arrastra de aquél a ésta. Lo que él fue durante el sueño, quedó suspendido al empezar la vida vigílica. La humanidad moderna, por haber trascendido esas condiciones de conciencia todavía prevalecientes en el gichteliano Bonn, ha realizado algo que, como germen, había existido desde el primer tercio del siglo XV: el tránsito al pensar meramente intelectual durante la vida diurna, ese pensar que hoy domina a todos los hombres: ya no piensan en imágenes; las consideran mitología; piensan en pensamientos y duermen en la Nada.
Esta afirmación: "los hombres modernos duermen en la Nada", es de profundo significado. Para Jacob Bohme habría carecido de sentido declarar:"duermo en la Nada". En cambio, para el hombre moderno, esa declaración "duermo en la Nada", sí tiene sentido. No es que sea yo nada al dormir; retengo, durante el sueño, mi yo y mi cuerpo astral; no es, pues, que sea yo nada, pero me separo de todo el mundo que percibo con mis sentidos, y que concibo con mi inteligencia despierta. Asimismo, durante el sueño moderno, me separo del mundo que por ejemplo, Jacob Bohme, en particulares estados de conciencia anormales, percibía con las más sutiles fuerzas del cuerpo físico y etéreo, y que él llevaba todavía consigo, hacia el sueño.
Así pues, durante ese sueño, el hombre moderno se retira, no sólo de su mundo sensible, sino también del mundo propio del vidente de antaño. Y del mundo en que, desligado de los otros dos, el hombre se halla inserto desde el dormir .hasta el despertar, de ése efectivamente no puede percibir nada, pues es un mundo del futuro; es el mundo en el que la Tierra se transformará cuando llegue a los estados que, en mi "Ciencia Oculta", describí como estado jupiteriano, venusino y vulcánico. Efectivamente, pues, el hombre moderno, adiestrado como está para el pensar intelectualista, vive, durante el sueño, en la Nada; no es que él sea nada - insisto en ello; pero vive en la Nada, porque carece todavía de la facultad de vivenciar el mundo del futuro en que él vive durante el sueño: ese mundo es Nada para él. Precisamente la circunstancia de que el hombre moderno pueda dormir en la Nada, es la que le garantiza su libertad, porque, desde el dormir hasta el despertar, se introduce vitalmente en la liberación de todo lo que es mundo, esto es, en la Nada. Precisamente durante el sueño, es cuando él alcanza su independencia. Es muy importante captar plenamente que la peculiar manera de dormir del hombre moderno, le otorga la garantía de su libertad.
El vidente de antaño que tenía todavía percepciones del mundo antiguo -insisto: no del mundo nuevo, sino del antiguo- no podía alcanzar la plena libertad, porque se supeditaba a esas percepciones. Descansar en la Nada durante el sueño, es lo que libera al hombre moderno.
Así, el hombre moderno queda situado entre dos aspectos opuestos: durante la vigilia, vive en el pensamiento, pensamiento nada más, sin contenido pictórico en sentido antiguo, esas imágenes que él tiene por mitología. En cambio, durante el sueño, vive en el anonadamiento: se libera del mundo y conquista la conciencia de su libertad. Las imágenes mentales no pueden coercerle, porque son simples imágenes, y, así como las imágenes reflejas no pueden coercer, ni causar efecto alguno, tampoco las imágenes mentales que el hombre se forme de las cosas pueden obligarle a nada. De ahí que, si el hombre concibe sus impulsos morales en puro pensamiento, ha de cumplirlos como individualidad libre, no pueden motivarle a ello ninguna emoción, ninguna pasión, ninguna interna función orgánica. Sin embargo, le es posible objetivar mentalmente esas imágenes, porque durante el sueño, hallándose liberado de todas las leyes naturales que regían su corporeidad, se convierte en alma pura, y ella es la que puede objetivar lo irreal del pensamiento, a contraste del hombre de antaño que continuaba supeditado al mundo incluso durante el sueño y, de ahí, que no hubiera podido objetivar impulsos irreales.
Detengámonos en esa situación dual del hombre moderno: puede tener pensamientos abstractos, de concepción puramente intelectualista, y puede tener un sueño, vivido en anonadamiento. En ese estado, es él quien constituye la realidad, en tanto que su entorno le confronta con la inanidad. Esto nos lleva a lo medular: inherente a la naturaleza del hombre moderno, es el que, a consecuencia de todo lo experimentado, ha quedado debilitada su voluntad. Aunque no le guste admitirlo, la realidad es que el hombre moderno carece de voluntad, y para demostrarlo, podríamos aportar pruebas históricas; basta contemplar los portentosos movimientos espirituales que se difundieron en tiempos anteriores: ¡con qué arranque de voluntad actuaron en el mundo, digamos, los fundadores de las religiones! Esa interna impulsividad volitiva es algo que ha perdido la humanidad moderna; de ahí que el hombre del presente deje que el mundo externo le indoctrine sus pensamientos: él contempla la Naturaleza, y formula esos pensamientos puramente intelectualistas de conformidad con los procesos y seres materiales, como si su propia intimidad no fuera sino simple espejo que todo lo refleja. Más todavía: el hombre hállase ya tan debilitado, que le sobrecoge el pánico, cuando alguien piensa por cuenta propia, es decir, cuando no simplemente deduce su pensamiento, de lo que la Naturaleza externa le ofrece. Así pues, el pensar abstracto se ha desarrollado en el hombre moderno, sin su participación activa.
Y no lo digo en plan de crítica; pues si el hombre, de una vez, hubiera avanzado hacia la producción activa del puro pensar, él habría introducido en ese pensar, toda suerte de fantásticos remanentes de la herencia antigua. Sin duda, fue un buen recurso educativo para la humanidad moderna, el que, bajo la influencia de los destacados filisteos como Francis Bacon Verulam, la gente se dejara persuadir a desarrollar sus conceptos e ideas tan sólo al contacto con el mundo externo, es decir, a aceptar este mundo como fuente exclusiva de su patrimonio mental. Y así, los hombres fueron acostumbrándose a no generar, ellos mismos, sus propios conceptos, ideas y pensamientos, aceptándolo todo como dadiva del mundo externo. Hay quienes lo reciben directamente, o sea, aquellos que observan la Naturaleza o que estudian los documentos históricos, y consiguen de primera mano sus ideas acerca de la Naturaleza o de la Historia, ideas que luego viven en ellos; otros lo reciben tan sólo de segunda mano, es decir, a través de la enseñanza, o sea, de la escuela. Hoy día, desde la más tierna infancia, la escuela indigesta a los niños con los conceptos que han sido derivados del mundo externo, sin su participación activa.
Al respecto, es buena imagen comparar al hombre de nuestra época con el costal, con la salvedad de que su abertura está en el costado. Por esa abertura, el hombre admite todo lo que le brinda la Naturaleza externa, para reflejarlo en su interior. He ahí la génesis de "sus ideas". En rigor, su alma está henchida de conceptos en torno a la Naturaleza, almacenados como en un costal. Si ese hombre tratara de averiguar el origen de sus conceptos, ya se daría cuenta de ello. Sin duda, hay quienes sí poseen sus conocimientos por alguna auténtica observación de la Naturaleza en una u otra área; pero la mayoría admitió sus conceptos en la escuela; les fueron inculcados.
A través de los siglos, desde el XV, el hombre ha sido educado dentro de esa pasividad. Y hoy día, se considera como un a modo de delito, el que alguien se halle internamente activo y teja, él mismo, sus propios pensamientos. No cabe duda de que el hombre no puede producir, a su antojo, los pensamientos relativos a la Naturaleza; pues, de hacerlo, la falsearía con toda clase de fantasías.
Esto no excluye, sin embargo, que poseamos, en nuestro interior, el origen del pensar: sin duda, podemos producir nuestros propios pensamientos, más todavía, saturar de concreción interna los ya poseídos y que, en rigor, existen en nosotros como mera abstracción. ¿Cuándo lo abstracto se convierte en concreto? Cuando movilizamos la suficiente voluntad para superar la pasividad de nuestro proceso mental diurno, introduciendo en el proceso aquel otro hombre que, durante el sueño, cobró su autonomía. Pero esto sólo es posible al nivel del puro pensamiento.
He ahí la idea fundamental implícita en mi "Filosofía de la Libertad". En ella, llamé la atención sobre el hecho de que el pensar puro tal como el hombre moderno lo ha adquirido, es apropiado para que él pueda efectivamente introducirle su propia entidad yóica, es decir, aquella entidad que, en nuestros tiempos modernos, queda liberada durante el sueño. Al escribir mi "Filosofía de la Libertad" hace unos 30 años, todavía no podía expresar esto explícitamente, aunque así es, en realidad. Así pues, al concebir sus pensamientos en vital identificación activa, el hombre alcanza, en el pensar puro, la conciencia de su propia entidad yoóica.
Con esto, se vincula otro cariz. Pongamos el caso de que, en alguna parte, se diserte sobre Antroposofía, al estilo de las ciencias naturales modernas: quienes escuchan, empiezan por captar la Antroposofía, con la actitud a la que está acostumbrado el hombre moderno, es decir, con el pensar pasivo. Ni duda cabe de que, con sana inteligencia humana, los pensamientos antroposóficos pueden entenderse perfectamente, sin necesidad de recurrir a la fe; no obstante, el individuo se mantiene en ellos en estado de pasividad, a semejanza de cómo se vive pasivamente en las ideas relativas a la Naturaleza externa. Y luego se afirma: esas ideas, las recibí de la investigación antroposófica; pero no puedo, avalarlas personalmente, pues yo, solamente los recibí transmitidos de la ciencia espiritual. ¡Cuántas veces no oímos que alguien subraya que: "a propósito de tal o cual afirmación de las ciencias naturales, la ciencia espiritual afirma tal o cual otra cosa..."! ¿Qué es lo que denuncia la afirmación "lo oí de parte de la ciencia espiritual?" Quien tal afirme, anuncia que él persiste en el pensamiento pasivo, y que también la ciencia espiritual ha sido recibida en pensamiento pasivo. Porque a partir del momento en que el hombre se decida a generar dentro de sí mismo, los pensamientos que la investigación antroposófica le suministra, se hace capaz de abogar por su verdad, con el aval de su integra personalidad, puesto que, generando él mismo los pensamientos, es como experimenta el primer escalón de su verdad.
En otras palabras: el hombre moderno, por lo general, todavía no ha alcanzado la fuerza volitiva que le permita verter en los pensamientos de vigilia, la realidad que, durante el sueño, vivencia como realidad independiente. Quien pretenda convertirse en antropósofo recibiendo las ideas antroposóficas puras, y luego, en vez de entregarse pasivamente a ellas, trate de saturarlas, por medio de un esfuerzo volitivo, de aquello que él es durante el sueño sin sueños, habrá escalado el primer escalón de lo que, hoy día, merece ser llamado clarividencia; vivirá entonces en las ideas antroposóficas en estado clarividente. Léase cualquier libro antroposófico con la recia voluntad de no simplemente proyectar en él la propia vida diurna, es decir, de no simplemente: "un fragmento anteayer - ahí queda; otro fragmento ayer - ahí queda; otro fragmento hoy - ahí queda, etc." Con esta actitud, la gente de hoy participa en la lectura tan sólo con una parte de su ser, o sea, con su vida diurna. Así, de esta manera, se puede leer una obra de Gustav Freytag, o de Dickens, o incluso de Emerson, mas no un libro antroposófico. Al leer un libro antroposófico, uno tiene que comprometerse con todo su ser, es decir, incluso con su parte nocturna. Y como sea que, durante el sueño, estamos inconscientes, es decir, no pensamos, si bien persiste la voluntad, ¡es precisamente con ella con la que hemos de comprometernos! Si ustedes poseen el poder yolitivo de desentrañar lo que se halla implícito en las palabras de un auténtico libro antroposófico, ese poder les convierte en clarividentes, por lo menos a nivel mental. Y, amigos míos, ese poder volitivo es el que todavía ha de prender en los que representen a nuestra Antroposófía. Si ese poder penetra, cual relámpago ignífero, en los exponentes de la Antroposofía, ella quedará representada ante el mundo, con efectiva autenticidad. Nada mágico se necesita para esto, simplemente recia voluntad, esa voluntad que no se contenta con proyectar en el libro tan sólo la parte diurna. Hoy día, ya hemos llegado a que los lectores ni siquiera echan mano de la totalidad de su conciencia diurna; para la lectura del periódico, basta con agilizar unos pocos minutos del día, para apropiarse de lo que ocurra. En cambio, si nos sumergimos con todo nuestro ser en un libro procedente de la Antroposofía, el libro cobra vida en nosotros.
He ahí a lo que debieran prestar atención peculiar quienes han de ser los directivos de la Sociedad Antroposófica. Muchísimo daño se causa a nuestra Sociedad, el que se declare: la Antroposofía está siendo proclamada por personas que no pueden avalarla. Hemos de empeñarnos en buscar su complemento a la captación intelectualista puramente pasiva de las verdades antroposóficas, o sea, en integrar nuestra cabal identificación humana con ellas. Porque entonces, el mensaje antroposófico dejará de presentarse de esa manera tan lánguida que simplemente declara: "de parte de la Ciencia Espiritual se nos afirma etc…" sino que las verdades antroposóficas podrán proclamarse como experiencia personal, empezando por las áreas que nos son más cercanas, como pueden serlo el área de la medicina, fisiología, biología, o la de las ciencias naturales externas, o de la convivencia social. Si bien, en esa primera etapa de la clarividencia, no se obtiene inmediato acceso a las regiones de las Jerarquías superiores, sí es posible que el espíritu que alienta en nuestro entorno inmediato, sea legítimo objeto del humano afán cognoscitivo del presente. Más que nada, y en sentido más abarcante, es cuestión de voluntad el que en nuestra Sociedad Antroposófica se destaquen personalidades que puedan dar testimonio, válido y vivo, de la intrínseca verdad de la Antroposofía, porque ellas mismas la hayan vivenciado como auténtico manantial de la verdad.
Rudolf Steiner
Dornach, 3 de febrero de 1
Versión Revista Biosophia
Conferencia pronunciada en Dornach, el 3 de febrero de 1923
Mis queridos amigos:
Quisiera empezar contándoles un pequeño episodio de la inquietud intelectual del siglo XIX, a fin de que nos sirva de orientación sobre los grandes cambios que han tenido lugar en la vida anímica del hombre occidental. Reiteradamente, he destacado que el hombre moderno suele creer que la humanidad, desde siempre, ha pensado, sentido y reaccionado, igual a la manera de hoy y que, si es que sintió de manera distinta a la actual, eso correspondió a estados evolutivos infantiles, pues no ha sido hasta el presente que el hombre ha avanzado a lo que pudiéramos llamar genuina virilidad del pensamiento. Para un auténtico conocí-miento del hombre y de su condición humana, hemos de remontarnos al ¡nodo de pen¬sar de tiempos más antiguos, y así contrarrestaremos el triunfalismo y la altanería con que se valora lo que, hoy día, alienta en las almas humanas. Y si luego observamos que, en el curso de pocas décadas, han completamente cambiado los pensamientos e ideas de la intelectualidad occidental, podemos formarnos un concepto del radical cambio de la vida anímica humana a través de intervalos centenarios o milenarios, cambio que ya comentamos en nuestra charla de ayer.
Uno de los más renombrados hegelianos del siglo XIX, es Karl Rosenkranz quien ocupó por largo tiempo la cátedra de Filosofía en la Universidad de Konigsberg. Sin duda, Rosenkranz era hegeliano; pero su hegelianismo estaba matizado, por una parte, por su escrupuloso estudio de la obra de Kant Rosenkranz contemplaba a Hegel desde la óptica del kantismo-; y, por la otra, por su estudio de la teología protestante. Todo ello: la teología protestante, el kantismo y el hegelianismo, concurría en esa personalidad de mediados del siglo XIX.
En el último tercio del siglo XIX, el hegelianismo virtualmente se habla desvanecido del horizonte de la humanidad culta centroeuropea, y así, nos es difícil imaginar cuan profundamente esa .intelectualidad se hallaba arraigada en el hegelianismo, en los años cuarentas. De ahí que hoy, sea también difícil lograr una visión concreta de la estructura interna de un alma como la de Karl Rosenkranz.
Aun así y todo, Rosenkranz fue un pensador, allá por los años 40s, cuyo pensamiento se movía dentro de los cánones que la intelectualidad propia de su época postulaba para todo hombre que hubiera descartado el obsoleto pensar antiguo, que se hubiera sometido a la Iluminación moderna, y que no fuera supersticioso en el sentido de lo que, en aquellos años, se calificaba de superstición Podemos imaginar, pues, que Rosenkranz cumplía con ese código, y que se hallaba a la altura de la cultura contemporánea.
Pero algo sucedió en 1843: Karl Rosenkranz, al andar de paseo, se encontró con un hombre de apellido Bonn, y fue tan interesante el diálogo que entablaron que, a la postre, fue reconstruido por escrito. Bonn, oriundo de Turingia, no era, como Rosenkranz, persona plenamente identificada con su época; y asi podemos conjeturar que él, a su vez, había considerado a Rosenkranz como corroído por las ideas más recientes, como individuo que, si bien carente de prejuicios, ya no entendía la buena sabiduría de antaño, todavía viva en Bonn.
Bonn se había formado en la Universidad de Erlangen, donde había sido discípulo del filósofo Schubert, de inconfundible sabor pietista, si bien poseedor todavía de una sabiduría más antigua, que concedía mucha importancia a la posibilidad de explorar la entidad humana a través de peculiares estados oníricos de conciencia. Schubert mantenía en elevada estima la tradicional sabiduría antigua, y estaba convencido de que quien no pudiera, por medio de una vida intima meditativa, revivir algo de aquella preciosa sabiduría de antaño, tampoco podía, en rigor, saber nada acerca del hombre, por medio de la sediciente sabiduría nueva. Desde este punto de vista, las obras de Schubert son sumamente interesantes. Le gustaba ahondar en las distintas manifestaciones de la vida onírica, incluso en los estados psíquicos anormales. Hoy diríamos quizá ahondar en los estados psíquicos, no del médium fraudulento, sino de la clarividencia atávica todavía persistente desde tiempos pasados; o sea, en los estados psíquicos anormales, no plenamente dilucidados por la conciencia vigílica. Así fue como Schubert pretendía obtener información relativa al ser humano.
Ahora bien, 3onn empezó siendo discípulo de ese Schubert. Pero después, llegó a Suiza, y estableció contacto con una espiritualidad de la que la mayoría de los suizos no tienen idea de que hubiera existido alguna vez en este país: Bonn absorbió en Suiza las enseñanzas de Gichtel. No sé si los suizos todavía tienen conocimiento de que el gichtelianismo era bastante difundido, no sólo en el resto de Europa - en Holanda por ejemplo - sino también en la propia Suiza.
Las enseñanzas de Gichtel corresponden a lo que, a través del siglo XVIII y hasta bien entrado el XIX, había persistido de la enseñanza de Jacob Bohme. En la forma en que Gichtel la exponía, el mensaje de Bohme alcanzó gran difusión, incluso aquí, en Suiza, donde Bonn conoció el gichtelianismo.
Entre Rosenkranz y Bonn se trabó un diálogo. Rosenkranz era hombre muy leído. Y si bien, a consecuencia de su kantismo, su hegelianismo y su teologismo protestante, no le era posible comulgar, en actividad interna, con las ideas de Jacob Bohme ni con su atenuación en Gichtel, por lo menos sí entendía la terminología, y le interesaba cómo las exponía un hombre tan extraño cómo ese gichteliano.
Parece que, para iniciar el diálogo, discurrían sobre un tema que ni para los kantianos ni para los hegelianos del siglo XIX, ofrecía facetas particularmente ininteligibles. En el curso de ese diálogo, Rosenkranz observaba que era muy fastidioso el que, al pretender reflexionar en hondura sobre algún problema, a uno le perturbara toda clase de distracciones externas.
Me parece que, en esas palabras de Rosenkranz, quedó anticipado algo que, más adelante, cobraría inusitada realidad, o sea, el nerviosismo propio de nuestra época. Recordemos que, entre las mültiples asociaciones que florecieron en Centroeuropa en los años anteriores a la Guerra, hubo una, con sede matriz en Hannover, que se dedicaba al combate del ruido. Se pugnaba por la legislación silenciadora, que hiciera posible, por ejemplo que, de noche, uno pudiera estar sentado en tranquilo pensamiento, sin que le estorbara el bullicio de una taberna vecina. Se publicaron folletines y revistas que promovían esa "Asociación contra el ruido". La intención de establecerla, es, desde luego, engendro de nuestra época nerviosa. La observación de Karl Rosenkranz, de que los menudos incidentes del medio ambiente influyen negativamente en quien pretenda reflexionar o, como colmo, pretenda escribir un libro, esa observación, digo, ya era presagio del nerviosismo por venir. Parece que Bonn se mostró comprensivo a la lamentación de un hombre que deseaba reflexionar sin estorbos, pues le dijo a Rosenkranz: "Sí, puedo recomendarle algo que es muy efectivo; le recomiendo la contrariedad".
Rosenkranz se sintió perplejo. Hacer ejercicios de contrariedad, aprender a desarrollarla dentro de sí mismo, ¿era esto lo que Bonn le recomendaba? Y dijo Rosenkranz: la contrariedad consiste precisamente en todo eso que le distrae a uno. Y le respondió Bonn: No me refiero a eso. Y luego Bonn le explicó a Rosenkranz a qué se refería con la palabra contrariedad: hay que procurarse tanta estabilidad interna que la Turba de los demos incidentes ambientes ya no afecte la propia Constelación, a fin de que la Tintura pura pueda desarrollarse en el propio Astrum.
Bonn había aprendido todo esto aquí, en Suiza, de los gichtelianos : procurar que la propia Constelación no quedara interferida por la Turba de los demás procesos del medio ambiente, a fin de que la Tintura pura pudiera desarrollarse en el propio Astrum. Como ya dije, Rosenkranz entendió esos términos. Creo que, hoy día, ya no los entiende ni el hombre de mayor condición académica.
¿Qué es, pues, lo que Bonn, heredero de Gichtel, realmente quiso significar? Como hemos visto, Bonn se movía dentro de las ideas legadas por Jacob Bóhme; recientemente, tuve oportunidad de trazar su semblanza con algunos rasgos* y dije que él recogía la inalterada sabiduría popular que la tradición había conservado. De esa sabiduría popular, él asimilaba mucho que hoy nadie aceptaría; mucho de ella perduró entonces, incluso entre gente dada a la reflexión, en expresiones tales como las que acabo de citar de boca del propio Bonn. Esas expresiones permitían imaginar algo que tenía cierta vitalidad interna; reminiscencias de lo que la humanidad de antaño había captado por medio de la clarividencia antigua, esa clarividencia que consistía en poderes que brotaban de la corporeidad humana. Al decir esto, no afirmo que la antigua clarividencia arraigara en la parte físico-material del cuerpo, pues no olvidemos que todo lo corpóreo hállase saturado de espíritu. Pero, propiamente, el antiguo vidente extraía, de las fuerzas de su corporeidad, aquello que él, en sus imaginaciones oníricas, había situado ante su alma. Lo que palpitaba en la sangre, lo que forcejeaba en la respiración, e incluso lo que se agitaba en las sustancias transformadas por el metabolismo, todo esto se levantaba, cual vaho espiritual, hacia la parte espiritual, y suministraba a la antigua clarividencia, las grandiosas imágenes cósmicas, tales como a menudo las describí. Insisto: la antigua clarividencia era extraída de una base corpórea.
Lo que entonces, pues, se revelaba al vidente, al vivir como sumergido en una atmósfera de luz violeta, confundido, cual nube violeta, con esa luz violeta, de modo que uno se sintiera completamente centrado dentro de sí mismo: he ahí lo que se llamaba la Tintura. El individuo sentía esa Tintura como algo suyo propio, propiedad unida a su organismo: la sentía como su propio Astrum. Esa esencia interna extraída del cuerpo, era la que Bonn, el gichteliano, designaba como la Tintura pura del propio Astrum.
Pero ya había llegado la etapa - en realidad, desde mucho antes -en que los hombres ya no podían extraer todo ello de su propia corporeidad; hacía ya tiempo, que la antigua clarividencia ya no era adecuada al hombre. De ahí que individuos como Bóhme o Gichtel sentían lo difícil que era revivir esas antiguas ideas: el hombre había perdido la facultad de vivir en ellas; se desvanecían en el momento de surgir; el hombre se sentía inseguro ante ellas, y por eso trataba de retener esas fugaces imágenes internas que todavía afloraban al ser evocadas por el íntimo sonido de las antiguas palabras. Y así como, dentro de sí mismo, él sentía la pura Tintura de su Astrum, del mismo modo, al acercársele alguna impresión externa, sentía que ella desalojaba instantáneamente esas imágenes. Eso otro, que espiritualmente se agitaba en las cosas y procesos del medio ambiente, solía llamarse Turba. El meditador de antaño no quería que esa Turba le perturbara su propia Constelación, esto es, la condición anímica a la que él se veía transportado al ahondar intensamente el íntimo sonido de las antiguas palabras, a fin de que, conservando esa vida íntima tradicional, pudiera evitar que se le escapara la autenticidad del hombre. De ahí que el meditante se empeñaba en no admitir impresión alguna desde afuera, sino en vivir dentro de su propia mismidad; él se hacía inafectable, para que nada externo pudiera penetrarle.
Esa Inafectibilidad, "esa vida interna dentro de sí mismo, es a lo que Bonn aludió con la palabra contrariedad, y que él recomendó a Rosenkranz, tal como acabo de describirlo. Esto nos permite un profundo atisbo de la vida psíquica en un tiempo relativamente remoto, la que dentro de los círculos del gichtelianismo perduraba todavía a mediados del siglo XIX, si bien en forma crepuscular y agonizante. Ese postrer estremecimiento correspondía a lo que, otrora, había sido íntima comunión con el mundo divino-espiritual, en visiones clarividentes oníricas que le permitían al hombre sentirse como ente celestial, en lugar de ser terreno.
Condición previa para aquella antigua condición anímica era que el hombre todavía no había desarrollado el pensar puro,característico de los tiempos modernos. Este pensar puro, del que mi "Filosofía de la Libertad11 ha tratado por primera vez en plenitud de conciencia, es algo que, hoy día, escapa todavía a la sensibilidad del hombre moderno: ese pensar puro ha ido plasmándose, inicialmente, en relación con las ciencias naturales.
Detengámonos en un área de las ciencias naturales que nos muestra, con trazos particularmente característicos, lo que aquí nos interesa: la Astronomía. Copérnico la convirtió en pura mecánica celeste, en un a modo de descripción de la maquinaria cósmica. Antes de el, subsistían todavía las antiguas ideas, de que, en los astros, hallábanse" incorporadas ciertas entidades espirituales. En la Escolástica medieval todavía existían las Inteligencias espirituales habitando los astros. La concepción de que todo el mundo externo es puramente material, vacío de pensamientos, y de que es el hombre quien tan sólo forma los pensamientos acerca de ese mundo, es de advenimiento relativamente reciente. Antaño, el hombre se formaba imágenes, imágenes que se le combinaban con su visión de una estrella o de una constelación: veía en ellas, algo viviente, algo que tenía propia urdimbre. Así, el hombre se sentía unido con el mundo entorno, no .a través del pensar puro, sino a través de una viva sustancialidad anímica. Pero precisamente al contacto con ese mundo entorno, fue cómo el hombre empezó a desarrollar el pensar puro.
Ya dije en ocasión anterior que también los hombres de antaño tenían pensamientos, pero los recibieron junto con su clarividencia, es decir, de su mundo entorno recibían las imágenes clarividentes, y de ellas extraían sus pensamientos. Los hombres de antaño no abstraían los puros pensamientos directamente de las cosas externas; la peculiaridad de los tiempos modernos es que el hombre va aprendiendo a abarcar el mundo por medio del simple pensar; y así, abarcando el mundo, es cómo el hombre empieza a desarrollar su puro pensar.
Con todo esto, se vincula todavía algo distinto. Los hombres a los que alude Bonn al hablar con Rosenkranz, no tenían del sueño la experiencia tal como la tiene el hombre moderno centrado en el pensar. El moderno pensante experimenta el sueño como estado de inconsciencia, interrumpida, si acaso, por los sueños, que, con toda razón, no le significan gran cosa. En efecto, dada la condición anímica del hombre moderno, los sueños carecen de mayor valor; por lo regular, son reminiscencias de la vida externa o íntima, y su contenido no es particularmente relevante. Insisto, pues, en que lo que caracteriza el sueño, es la inconsciencia. No siempre fue así; el propio Jacob Bóhme todavía conocía bien la modalidad del sueño durante el cual la conciencia quedaba saturada de auténticas intuiciones del contexto cósmico.
Un. hombre como Jacob Bohme, y luego también Gichtel quien, con gran diligencia, se familiarizó todavía con esa condición anímica, decían: al captar la mirada, o con cualquier otro sentido, las cosas -del mundo sensorio, y luego someter a escrutinio mental lo que los sentidos han aprehendido, ni duda cabe de que podemos venir en conocimiento de muchas donosuras, pero sin que ellas nos revelen los verdaderos secretos del mundo; sólo nos patentizan su estampa externa.
Insisto: Jacob Bolime y Gichtel conocían esos estados de la conciencia en que ni dormían, ni meramente soñaban, sino en los que su conciencia se hallaba henchida de intuiciones de los verdaderos secretos del mundo, ocultos tras el mundo sensible. Para esos dos pensadores, esas intuiciones valían más que los resultados de sus afanes perceptivos e intelectuales; el mero pensar no les importaba mayormente. Pero existía también para ellos la contra imagen, o sea, la conciencia de que el hombre puede tener percepciones extracorpóreas. En los estados de conciencia que no corresponden ni a dormir, ni a soñar, intuían, a la vez, que el hombre se había, en gran parte, desprendido de su cuerpo, pero que se había llevado consigo la fuerza de la sangre, así como de la respiración, Y, como sea que el hombre hállase internamente unido con el mundo, aunque su cuerpo despierto le ofusque esa unión, intuían asimismo que el hombre, al independizarse parcialmente de su cuerpo despierto, puede conseguir el conocimiento de los secretos del mundo, por medio de las facultades más delicadas que la antigua clarividencia había extraído del cuerpo, conforme he explicado antes.
Al entrar en semejantes condiciones peculiares de sueño, el hombre llegaba a tener conciencia de lo que, propiamente, es el sueño. Individuos como Jacob Bohme o Gichtel, se decían: al estar dormido, me encuentro con los miembros más sutiles de mi cuerpo, en la naturaleza más sutil; y me sumerjo en ella.
Ellos se sentían allí insertos, y, al despertar, sabían: mi entidad humana más sutil con la que, durante el sueño, incluso durante el sueno sin sueños, entré en contacto con una naturaleza, también más sutil, late en mí incluso durante la vigilia. Con mi cuerpo, corporizo lo que siento y lo que pienso (recordemos que, antaño, eso no era todavía el puro pensar).. Al configurar, pues, imágenes por medio del pensamiento, alienta en ellas mi calidad humana más sutil.
Para esos dos pensadores, tenía auténtico significado decir: aquello que yo soy durante el sueño, persiste en mí también durante la vigilia; sentían como si cierta sangre anímica propia del sueño, continuará proyectándose y palpitando en los estados de vigilia. Decíanse: al estar despierto, continúo durmiendo, es decir, lo que acaece dentro de mí durante el sueño, continúa acaeciendo durante la vigilia.
Esa sensación es muy distinta de la que tiene hoy el hombre moderno, centrado en el mero pensar intelectual. Ese hombre moderno despierta en la mañana y traza una nítida línea divisoria entre lo que él fue durante el sueño, y lo que es ahora durante la vigilia; nada arrastra de aquél a ésta. Lo que él fue durante el sueño, quedó suspendido al empezar la vida vigílica. La humanidad moderna, por haber trascendido esas condiciones de conciencia todavía prevalecientes en el gichteliano Bonn, ha realizado algo que, como germen, había existido desde el primer tercio del siglo XV: el tránsito al pensar meramente intelectual durante la vida diurna, ese pensar que hoy domina a todos los hombres: ya no piensan en imágenes; las consideran mitología; piensan en pensamientos y duermen en la Nada.
Esta afirmación: "los hombres modernos duermen en la Nada", es de profundo significado. Para Jacob Bohme habría carecido de sentido declarar:"duermo en la Nada". En cambio, para el hombre moderno, esa declaración "duermo en la Nada", sí tiene sentido. No es que sea yo nada al dormir; retengo, durante el sueño, mi yo y mi cuerpo astral; no es, pues, que sea yo nada, pero me separo de todo el mundo que percibo con mis sentidos, y que concibo con mi inteligencia despierta. Asimismo, durante el sueño moderno, me separo del mundo que por ejemplo, Jacob Bohme, en particulares estados de conciencia anormales, percibía con las más sutiles fuerzas del cuerpo físico y etéreo, y que él llevaba todavía consigo, hacia el sueño.
Así pues, durante ese sueño, el hombre moderno se retira, no sólo de su mundo sensible, sino también del mundo propio del vidente de antaño. Y del mundo en que, desligado de los otros dos, el hombre se halla inserto desde el dormir .hasta el despertar, de ése efectivamente no puede percibir nada, pues es un mundo del futuro; es el mundo en el que la Tierra se transformará cuando llegue a los estados que, en mi "Ciencia Oculta", describí como estado jupiteriano, venusino y vulcánico. Efectivamente, pues, el hombre moderno, adiestrado como está para el pensar intelectualista, vive, durante el sueño, en la Nada; no es que él sea nada - insisto en ello; pero vive en la Nada, porque carece todavía de la facultad de vivenciar el mundo del futuro en que él vive durante el sueño: ese mundo es Nada para él. Precisamente la circunstancia de que el hombre moderno pueda dormir en la Nada, es la que le garantiza su libertad, porque, desde el dormir hasta el despertar, se introduce vitalmente en la liberación de todo lo que es mundo, esto es, en la Nada. Precisamente durante el sueño, es cuando él alcanza su independencia. Es muy importante captar plenamente que la peculiar manera de dormir del hombre moderno, le otorga la garantía de su libertad.
El vidente de antaño que tenía todavía percepciones del mundo antiguo -insisto: no del mundo nuevo, sino del antiguo- no podía alcanzar la plena libertad, porque se supeditaba a esas percepciones. Descansar en la Nada durante el sueño, es lo que libera al hombre moderno.
Así, el hombre moderno queda situado entre dos aspectos opuestos: durante la vigilia, vive en el pensamiento, pensamiento nada más, sin contenido pictórico en sentido antiguo, esas imágenes que él tiene por mitología. En cambio, durante el sueño, vive en el anonadamiento: se libera del mundo y conquista la conciencia de su libertad. Las imágenes mentales no pueden coercerle, porque son simples imágenes, y, así como las imágenes reflejas no pueden coercer, ni causar efecto alguno, tampoco las imágenes mentales que el hombre se forme de las cosas pueden obligarle a nada. De ahí que, si el hombre concibe sus impulsos morales en puro pensamiento, ha de cumplirlos como individualidad libre, no pueden motivarle a ello ninguna emoción, ninguna pasión, ninguna interna función orgánica. Sin embargo, le es posible objetivar mentalmente esas imágenes, porque durante el sueño, hallándose liberado de todas las leyes naturales que regían su corporeidad, se convierte en alma pura, y ella es la que puede objetivar lo irreal del pensamiento, a contraste del hombre de antaño que continuaba supeditado al mundo incluso durante el sueño y, de ahí, que no hubiera podido objetivar impulsos irreales.
Detengámonos en esa situación dual del hombre moderno: puede tener pensamientos abstractos, de concepción puramente intelectualista, y puede tener un sueño, vivido en anonadamiento. En ese estado, es él quien constituye la realidad, en tanto que su entorno le confronta con la inanidad. Esto nos lleva a lo medular: inherente a la naturaleza del hombre moderno, es el que, a consecuencia de todo lo experimentado, ha quedado debilitada su voluntad. Aunque no le guste admitirlo, la realidad es que el hombre moderno carece de voluntad, y para demostrarlo, podríamos aportar pruebas históricas; basta contemplar los portentosos movimientos espirituales que se difundieron en tiempos anteriores: ¡con qué arranque de voluntad actuaron en el mundo, digamos, los fundadores de las religiones! Esa interna impulsividad volitiva es algo que ha perdido la humanidad moderna; de ahí que el hombre del presente deje que el mundo externo le indoctrine sus pensamientos: él contempla la Naturaleza, y formula esos pensamientos puramente intelectualistas de conformidad con los procesos y seres materiales, como si su propia intimidad no fuera sino simple espejo que todo lo refleja. Más todavía: el hombre hállase ya tan debilitado, que le sobrecoge el pánico, cuando alguien piensa por cuenta propia, es decir, cuando no simplemente deduce su pensamiento, de lo que la Naturaleza externa le ofrece. Así pues, el pensar abstracto se ha desarrollado en el hombre moderno, sin su participación activa.
Y no lo digo en plan de crítica; pues si el hombre, de una vez, hubiera avanzado hacia la producción activa del puro pensar, él habría introducido en ese pensar, toda suerte de fantásticos remanentes de la herencia antigua. Sin duda, fue un buen recurso educativo para la humanidad moderna, el que, bajo la influencia de los destacados filisteos como Francis Bacon Verulam, la gente se dejara persuadir a desarrollar sus conceptos e ideas tan sólo al contacto con el mundo externo, es decir, a aceptar este mundo como fuente exclusiva de su patrimonio mental. Y así, los hombres fueron acostumbrándose a no generar, ellos mismos, sus propios conceptos, ideas y pensamientos, aceptándolo todo como dadiva del mundo externo. Hay quienes lo reciben directamente, o sea, aquellos que observan la Naturaleza o que estudian los documentos históricos, y consiguen de primera mano sus ideas acerca de la Naturaleza o de la Historia, ideas que luego viven en ellos; otros lo reciben tan sólo de segunda mano, es decir, a través de la enseñanza, o sea, de la escuela. Hoy día, desde la más tierna infancia, la escuela indigesta a los niños con los conceptos que han sido derivados del mundo externo, sin su participación activa.
Al respecto, es buena imagen comparar al hombre de nuestra época con el costal, con la salvedad de que su abertura está en el costado. Por esa abertura, el hombre admite todo lo que le brinda la Naturaleza externa, para reflejarlo en su interior. He ahí la génesis de "sus ideas". En rigor, su alma está henchida de conceptos en torno a la Naturaleza, almacenados como en un costal. Si ese hombre tratara de averiguar el origen de sus conceptos, ya se daría cuenta de ello. Sin duda, hay quienes sí poseen sus conocimientos por alguna auténtica observación de la Naturaleza en una u otra área; pero la mayoría admitió sus conceptos en la escuela; les fueron inculcados.
A través de los siglos, desde el XV, el hombre ha sido educado dentro de esa pasividad. Y hoy día, se considera como un a modo de delito, el que alguien se halle internamente activo y teja, él mismo, sus propios pensamientos. No cabe duda de que el hombre no puede producir, a su antojo, los pensamientos relativos a la Naturaleza; pues, de hacerlo, la falsearía con toda clase de fantasías.
Esto no excluye, sin embargo, que poseamos, en nuestro interior, el origen del pensar: sin duda, podemos producir nuestros propios pensamientos, más todavía, saturar de concreción interna los ya poseídos y que, en rigor, existen en nosotros como mera abstracción. ¿Cuándo lo abstracto se convierte en concreto? Cuando movilizamos la suficiente voluntad para superar la pasividad de nuestro proceso mental diurno, introduciendo en el proceso aquel otro hombre que, durante el sueño, cobró su autonomía. Pero esto sólo es posible al nivel del puro pensamiento.
He ahí la idea fundamental implícita en mi "Filosofía de la Libertad". En ella, llamé la atención sobre el hecho de que el pensar puro tal como el hombre moderno lo ha adquirido, es apropiado para que él pueda efectivamente introducirle su propia entidad yóica, es decir, aquella entidad que, en nuestros tiempos modernos, queda liberada durante el sueño. Al escribir mi "Filosofía de la Libertad" hace unos 30 años, todavía no podía expresar esto explícitamente, aunque así es, en realidad. Así pues, al concebir sus pensamientos en vital identificación activa, el hombre alcanza, en el pensar puro, la conciencia de su propia entidad yoóica.
Con esto, se vincula otro cariz. Pongamos el caso de que, en alguna parte, se diserte sobre Antroposofía, al estilo de las ciencias naturales modernas: quienes escuchan, empiezan por captar la Antroposofía, con la actitud a la que está acostumbrado el hombre moderno, es decir, con el pensar pasivo. Ni duda cabe de que, con sana inteligencia humana, los pensamientos antroposóficos pueden entenderse perfectamente, sin necesidad de recurrir a la fe; no obstante, el individuo se mantiene en ellos en estado de pasividad, a semejanza de cómo se vive pasivamente en las ideas relativas a la Naturaleza externa. Y luego se afirma: esas ideas, las recibí de la investigación antroposófica; pero no puedo, avalarlas personalmente, pues yo, solamente los recibí transmitidos de la ciencia espiritual. ¡Cuántas veces no oímos que alguien subraya que: "a propósito de tal o cual afirmación de las ciencias naturales, la ciencia espiritual afirma tal o cual otra cosa..."! ¿Qué es lo que denuncia la afirmación "lo oí de parte de la ciencia espiritual?" Quien tal afirme, anuncia que él persiste en el pensamiento pasivo, y que también la ciencia espiritual ha sido recibida en pensamiento pasivo. Porque a partir del momento en que el hombre se decida a generar dentro de sí mismo, los pensamientos que la investigación antroposófica le suministra, se hace capaz de abogar por su verdad, con el aval de su integra personalidad, puesto que, generando él mismo los pensamientos, es como experimenta el primer escalón de su verdad.
En otras palabras: el hombre moderno, por lo general, todavía no ha alcanzado la fuerza volitiva que le permita verter en los pensamientos de vigilia, la realidad que, durante el sueño, vivencia como realidad independiente. Quien pretenda convertirse en antropósofo recibiendo las ideas antroposóficas puras, y luego, en vez de entregarse pasivamente a ellas, trate de saturarlas, por medio de un esfuerzo volitivo, de aquello que él es durante el sueño sin sueños, habrá escalado el primer escalón de lo que, hoy día, merece ser llamado clarividencia; vivirá entonces en las ideas antroposóficas en estado clarividente. Léase cualquier libro antroposófico con la recia voluntad de no simplemente proyectar en él la propia vida diurna, es decir, de no simplemente: "un fragmento anteayer - ahí queda; otro fragmento ayer - ahí queda; otro fragmento hoy - ahí queda, etc." Con esta actitud, la gente de hoy participa en la lectura tan sólo con una parte de su ser, o sea, con su vida diurna. Así, de esta manera, se puede leer una obra de Gustav Freytag, o de Dickens, o incluso de Emerson, mas no un libro antroposófico. Al leer un libro antroposófico, uno tiene que comprometerse con todo su ser, es decir, incluso con su parte nocturna. Y como sea que, durante el sueño, estamos inconscientes, es decir, no pensamos, si bien persiste la voluntad, ¡es precisamente con ella con la que hemos de comprometernos! Si ustedes poseen el poder yolitivo de desentrañar lo que se halla implícito en las palabras de un auténtico libro antroposófico, ese poder les convierte en clarividentes, por lo menos a nivel mental. Y, amigos míos, ese poder volitivo es el que todavía ha de prender en los que representen a nuestra Antroposófía. Si ese poder penetra, cual relámpago ignífero, en los exponentes de la Antroposofía, ella quedará representada ante el mundo, con efectiva autenticidad. Nada mágico se necesita para esto, simplemente recia voluntad, esa voluntad que no se contenta con proyectar en el libro tan sólo la parte diurna. Hoy día, ya hemos llegado a que los lectores ni siquiera echan mano de la totalidad de su conciencia diurna; para la lectura del periódico, basta con agilizar unos pocos minutos del día, para apropiarse de lo que ocurra. En cambio, si nos sumergimos con todo nuestro ser en un libro procedente de la Antroposofía, el libro cobra vida en nosotros.
He ahí a lo que debieran prestar atención peculiar quienes han de ser los directivos de la Sociedad Antroposófica. Muchísimo daño se causa a nuestra Sociedad, el que se declare: la Antroposofía está siendo proclamada por personas que no pueden avalarla. Hemos de empeñarnos en buscar su complemento a la captación intelectualista puramente pasiva de las verdades antroposóficas, o sea, en integrar nuestra cabal identificación humana con ellas. Porque entonces, el mensaje antroposófico dejará de presentarse de esa manera tan lánguida que simplemente declara: "de parte de la Ciencia Espiritual se nos afirma etc…" sino que las verdades antroposóficas podrán proclamarse como experiencia personal, empezando por las áreas que nos son más cercanas, como pueden serlo el área de la medicina, fisiología, biología, o la de las ciencias naturales externas, o de la convivencia social. Si bien, en esa primera etapa de la clarividencia, no se obtiene inmediato acceso a las regiones de las Jerarquías superiores, sí es posible que el espíritu que alienta en nuestro entorno inmediato, sea legítimo objeto del humano afán cognoscitivo del presente. Más que nada, y en sentido más abarcante, es cuestión de voluntad el que en nuestra Sociedad Antroposófica se destaquen personalidades que puedan dar testimonio, válido y vivo, de la intrínseca verdad de la Antroposofía, porque ellas mismas la hayan vivenciado como auténtico manantial de la verdad.
Rudolf Steiner
Dornach, 3 de febrero de 1
Versión Revista Biosophia
No hay comentarios:
Publicar un comentario