I
EL ACTUAR HUMANO CONSCIENTE
¿Es el hombre en su pensar y actuar un ser espiritualmente libre, o se encuentra sujeto al dominio de una necesidad absoluta, de acuerdo con las leyes de la naturaleza?. Pocas cuestiones se han tratado con tanta sagacidad como ésta. La idea de la libertad de la voluntad humana cuenta tanto con un gran número de partidarios vehementes, como de adversarios obstinados. Hay hombres que en su apasionamiento moral consideran de escasa inteligencia al que llega a negar un hecho tan evidente como la libertad. Frente a ellos existen otros para quienes el colmo de lo científico es creer que las leyes de la naturaleza quedan interrumpidas en el dominio del actuar y del pensar humano. La misma cosa se considera como el bien más preciado de la humanidad y, al mismo tiempo, como la más grave ilusión. Se ha empleado infinita sutileza para explicar cómo la libertad humana es compatible con los procesos de la naturaleza, a la que también el hombre pertenece. No menor ha sido el esfuerzo con que otros han tratado de comprender cómo ha podido surgir semejante idea absurda. Indudablemente se trata de uno de los más importantes problemas de la vida, de la religión, de la conducta y de la ciencia, como lo ha de sentir todo aquél que lo considere con un mínimo de profundidad. Realmente es parte de los tristes síntomas de la superficialidad del pensamiento actual, el hecho de que un libro, que como resultado de la investigación naturalista moderna intenta crear una “nueva fe ”(David Friedrich Strauss,“1 La antigua y la nueva fe”) no contenga, sobre esta cuestión, más que las siguientes palabras:
“No hemos de tomar en consideración aquí la cuestión de la libertad de la voluntad humana. Pues la supuesta libertad de elección indiferente, siempre ha sido considerada como una ilusión por toda filosofía digna de este nombre. Con todo, esta cuestión no toca la valoración moral del actuar y pensar humano”.
Cito este pasaje, no porque yo considere dicho libro de mucha importancia, sino porque me parece que expresa la opinión a la que ha llegado la mayoría de nuestros pensadores contemporáneos con respecto a esta cuestión. Que la libertad no puede consistir en que de dos posibles acciones, uno pueda elegir la una o la otra enteramente a su voluntad, parece saberlo cualquiera que pretenda haber alcanzado una cierta preparación científica. Se afirma que siempre existe un motivo bien definido para que, entre varias acciones posibles, se ejecute una determinada.
Esto parece evidente. No obstante, hasta el presente, los ataques principales de los adversarios de la libertad se dirigen solamente contra la libertad de elección. Así, por ejemplo, Herbert Spencer,2 cuyas ideas se difunden cada vez más, dice en su libro “Los principios de la psicología”:
“El que cada uno pueda voluntariamente desear o no desear, como de hecho dice el dogma de la libre voluntad, queda rechazado, tanto por el análisis de la conciencia como asimismo por el contenido del capítulo precedente” (del citado libro).
Otros al combatir el concepto de la libre voluntad parten del mismo punto de vista. El germen de todas las consideraciones al respecto se encuentra ya en la obra de Spinoza.3 Lo que él expresó en términos claros y sencillos contra la libertad, se ha repetido desde entonces innumerables veces, sólo que casi siempre envuelto en sutiles doctrinas teóricas, de modo que resulta difícil descubrir el sencillo razonamiento de que realmente se trata. En una carta del año 1674, Spinoza escribe:
“Es que yo llamo libre a lo que existe y actúa simplemente por la necesidad inherente a su naturaleza; y llamo forzado, a aquello cuya existencia y acción está determinada por otra cosa de manera exacta y fija. Dios, por ejemplo, aunque necesario, es no obstante, libre, porque existe solamente por la necesidad de su naturaleza. Dios, de igual modo, se conoce a sí mismo y conoce todo lo demás libremente, porque resulta de la necesidad de su naturaleza el que El conozca todo. Vemos, por lo tanto, que yo no establezco la libertad en la libre decisión, sino en la libre necesidad”.
“Pero descendamos a las cosas creadas, cuya existencia y función están determinadas sin excepción por causas exteriores, de modo fijo y exacto. Para comprenderlo más claramente, representémonos un hecho bien sencillo. Por ejemplo: una piedra recibe por la acción de una causa exterior, una determinada cantidad de movimiento, por la cual, sigue necesariamente moviéndose después de cesar el impacto de la causa exterior. Esta inercia por la que la piedra sigue moviéndose no es necesaria sino forzada, porque hay que definirla por el impacto de una causa exterior. Lo que en este caso vale para la piedra, vale igualmente para cualquier otra cosa, por más compleja y polifacética que sea; es decir, que todo está determinado necesariamente a existir y actuar de modo fijo y preciso por causas externas”.
“Supongamos ahora que la piedra, mientras está en movimiento, piensa y sabe que se esfuerza lo más que puede en continuar moviéndose. Esta piedra que sólo es consciente de su esfuerzo, y no actúa de modo indiferente, creerá que es enteramente libre y que sólo continúa moviéndose porque así lo quiere. Pues ésta y no otra es la libertad humana que todos pretenden poseer, y que sólo consiste en que el hombre es consciente de su deseo, pero sin conocer las causas que determinan su actuar. Del mismo modo, el niño cree que desea la leche libremente, y el muchacho colérico que libremente exige vengarse, y el miedoso la huida. Asimismo, el ebrio cree que dice por libre decisión lo que en estado normal preferiría no haber dicho; y como este prejuicio es innato a todos los hombres, no les es fácil librarse de él. Pues a pesar de que la experiencia nos enseña claramente que el hombre no sabe moderar sus deseos, y que, impulsado por pasiones contrarias, si bien es consciente de lo bueno, hace lo malo; no obstante, se considera libre porque hay cosas que él desea menos que otras, y porque puede refrenar fácilmente algunos deseos a través del recuerdo de otros que a menudo le surgen”.
Puesto que aquí se nos presenta una opinión clara y expresada con precisión, será también fácil descubrir el error fundamental que encierra. Se sostiene que con la misma necesidad con que la piedra, debido a un impulso, ejecuta un determinado movimiento, el hombre ha de emprender una acción cuando algún motivo le incita a ello. Sólo porque el hombre es consciente de su acción, se considera a sí mismo como el causante libre de ella. Pero no se da cuenta de que le incita un motivo, al cual se ve obligado a obedecer. Pronto descubre el error de este razonamiento. Spinoza y todos los que piensan como él no advierten que el hombre no solamente tiene conciencia de sus acciones, sino que también puede ser consciente de las causas que le guían. Es innegable que, al desear la leche, el niño no es libre, como tampoco lo es el ebrio cuando dice cosas de las que más tarde se arrepiente. Ninguno de ellos es consciente de las causas que actúan en lo hondo de su organismo, y a cuya fuerza irresistible obedecen. Pero ¿está justificado equiparar actos de esta naturaleza con aquéllos en los que el hombre es consciente, no solamente de su actuar, sino también de los motivos que le inducen a ello? ; ¿es que las acciones de los hombres son todas de igual naturaleza? ; ¿se puede, con rigor científico, colocar la acción del guerrero en el campo de batalla, la del investigador en el laboratorio, la del hombre de Estado en complejos asuntos diplomáticos, en el mismo nivel que la del niño al desear la leche?. No cabe duda de que para resolver un problema lo mejor es atacarlo por su lado más sencillo. Pero es bien cierto que la falta de discernimiento ha causado a menudo inmensa confusión. Y desde luego existe una diferencia fundamental entre si yo sé por qué actúo o si no lo sé. En principio esto parece ser una verdad evidente. Sin embargo, los adversarios de la libertad nunca preguntan si un motivo que reconozco y comprendo significa para mí una coacción en el mismo sentido que el proceso orgánico hace al niño pedir llorando la leche.
Eduard von Hartmann,4 en su “Fenomenología de la conciencia ética”, afirma que la voluntad humana depende de dos factores principales, a saber, de los motivos y del carácter. Si consideramos a todos los hombres como iguales, o bien sus diferencias como insignificantes, parecerá que su voluntad viene determinada desde afuera, es decir, por las circunstancias que se les presentan. Sin embargo, si se considera que hay personas que sólo hacen motivo de su actuar una idea o una representación, cuando dicha idea despierta en su interior un deseo de acuerdo con su carácter, entonces el hombre parece determinado desde dentro, y no desde fuera. Así el hombre se cree libre, o sea, independiente de motivos exteriores porque, tiene primero que convertir en motivo, de acuerdo con su carácter, la idea que se le impone desde fuera. Pero, según Eduard von Hartmann la verdad es que:
“Aunque es cierto que somos nosotros mismos los que elevamos a motivos esas ideas, no lo hacemos libremente, sino por la necesidad de nuestra disposición caracterológica, es decir, en absoluto, libres”.
También aquí se deja de tomar en consideración la diferencia que existe entre motivos que sólo dejo actuar después de haberlos ponderado conscientemente, y aquéllos a los que obedezco sin tener clara conciencia de ellos.
Esto nos conduce directamente al punto de vista desde el cual hemos de considerar la cuestión. ¿Es correcto plantear de un modo unilateral el problema de la libertad de la voluntad?, y si no, ¿con cuál otro hay, necesariamente, que relacionarlo?.
Si existe diferencia entre un motivo consciente de mi actuar y un impulso inconsciente, es indudable que aquél conducirá a una acción que deberá juzgarse de modo distinto que aquélla que se debe a un impulso ciego. Por lo tanto, en primer lugar hay que preguntar en qué consiste esa diferencia. Y sólo del resultado dependerá cómo debemos plantear la cuestión de la libertad.
¿Qué significa ser consciente de los motivos de su actuar?. Esta pregunta no se ha tomado suficientemente en cuenta porque, lamentablemente, siempre se ha partido en dos lo que es un todo invisible, esto es, el hombre. Se ha hecho una distinción entre el que actúa y el que tiene conocimiento, sin considerar debidamente a aquél de quien se trata principalmente, o sea, el que actúa a partir del conocimiento.
Se dice que el hombre es libre cuando únicamente se deja guiar por la razón, y no por los apetitos animales; o bien, que ser libre significa poder determinar su vida y su actuar, según fines y decisiones.
Pero con afirmaciones de esta naturaleza no se gana nada. Pues ésta es precisamente la cuestión: si la razón, los fines y las decisiones ejercen sobre el hombre una fuerza coactiva, como la que ejercen los apetitos animales. Cuando sin mi intención surge en mí una decisión razonable, exactamente con la misma necesidad que el hambre y la sed, no puedo sino obedecerla forzosamente; y mi libertad se convierte en ilusión.
También se ha dicho: ser libre no significa poder querer lo que se quiere, sino poder hacer lo que se quiere. Este pensamiento lo ha caracterizado con agudeza el poeta y filósofo Robert Hamerling5 en su obra “Atomística de la Voluntad”:
“El hombre puede ciertamente hacer lo que quiere; pero no puede querer lo que quiere, puesto que su voluntad está determinada por motivos”
“¿No puede querer lo que quiere? Examinemos más de cerca estas palabras. ¿Tienen realmente sentido? Entonces, ¿la libertad del querer debería consistir en poder querer algo sin razón y sin motivo?. Pero, ¿qué significa querer, sino tener un motivo de hacer o de desear una cosa más que otra? Querer algo sin razón o sin motivo significaría querer algo sin quererlo. Al concepto de querer se une inseparablemente el concepto del motivo. Pues sin un motivo determinante la voluntad se convierte en una facultad vacía; sólo por el motivo se hace activa y real. Por lo tanto, es enteramente correcto decir que la voluntad humana no es “libre”, en cuanto que su dirección está siempre determinada por el motivo más fuerte. Por otra parte hay que admitir que frente a esta “falta de libertad” es absurdo hablar de una concebible “libertad” de la voluntad, que consistiría en poder querer lo que no se quiere”.
También en este caso se habla solamente de motivos en general, sin tomar en consideración la diferencia entre los motivos inconscientes y los conscientes. Si tengo forzosamente que obedecer a un motivo porque se evidencia como el “más fuerte” entre otros, la idea de libertad deja de tener sentido. ¿Cómo puede tener importancia para mí el poder hacer algo o no, si el motivo me fuerza a hacerlo?. Lo que importa ante todo no es la cuestión de si yo, a causa de un motivo, puedo hacer algo o no, sino si solamente existen motivos que actúan necesariamente. Si me veo forzado a querer algo, me será, según las circunstancias, totalmente indiferente, si puedo, además, hacerlo. Si a causa de mi carácter, y debido a las circunstancias de mi entorno, surge un motivo imperioso que mi pensar juzga insensato, tendría entonces que estar contento de no poder hacer lo que quiero.
Lo que importa no es si puedo ejecutar una decisión que he tomado, sino cómo esa decisión se forma en mí.
Lo que distingue al hombre de todos los demás seres orgánicos, reside en su pensar racional. La actividad la tiene en común con otros organismos. No se gana nada si para aclarar el concepto de la libertad del actuar humano se buscan analogías en el reino animal. La ciencia natural moderna es propensa a semejantes analogías. Y cuando llega a encontrar en los animales algo similares a la conducta humana, cree haber tocado la cuestión más importante de la ciencia acerca del hombre. A qué malentendidos conduce esta opinión lo muestra, por ejemplo, el libro “La ilusión del libre albedrío” de P.Rée (1885), en el que dice lo siguiente sobre la libertad:
“Es fácil explicar que el movimiento de la piedra es necesario, pero que lo sea la voluntad del asno no lo es. Las causas del movimiento de la piedra se hallan fuera y visibles, pero las causas del querer del asno se hallan dentro, invisibles: entre nosotros y el sitio de su función se encuentra el cráneo del asno. No se ve la causa determinante, y entonces se piensa que no existe. Se explica que el querer es la causa de que el asno se mueva; pero que este querer es de por sí incondicional, un punto de partida absoluto”.
También aquí simplemente se omiten las acciones del hombre en las cuales él es consciente de los motivos de su actuar; pues Rée declara: “Entre nosotros y el sitio de su función se encuentra el cráneo del asno”.
A juzgar por estas palabras, Rée está lejos de ver que si bien no existen en el asno, existen sin duda acciones del hombre en las que entre nosotros y éstas se halla el motivo plenamente consciente. Y pocas páginas más adelante, lo prueba él mismo diciendo: “No percibimos las causas que condicionan nuestro querer, y por ello pensamos que no está condicionado causalmente”.
Pero basta de ejemplo que demuestran que muchos combaten la libertad sin saber siquiera en qué consiste.
Se sobreentiende que una acción cuyo autor no sabe por qué la realiza, no puede ser libre. ¿Pero qué relación tiene con aquélla, de cuyos motivos es consciente?. Esto nos conduce a la pregunta: ¿cuál es el origen y el significado del pensar?. Pues, sin el reconocimiento de la actividad pensante del alma, no es posible formarse el concepto de algo y, por consiguiente, tampoco el de una acción. Si llegamos a conocer lo que significa el pensar en general, también será fácil llegar a comprender la importancia del pensar para el actuar humano. Con razón dice Hegel: “El pensar hace que el alma, que el animal también posee, se eleve a espíritu”; y por este motivo el pensar ha de imprimir al actuar humano su carácter peculiar.
De ningún modo se puede afirmar que todo nuestro actuar fluya de la pura reflexión de nuestro intelecto. No puedo calificar de humanas en el sentido más elevado solamente aquellas acciones que proceden del juicio abstracto. Pero tan pronto como nuestro actuar se eleva por encima del dominio de los apetitos puramente animales, nuestros motivos se hallan permeados de pensamientos. El amor, la compasión, el patriotismo son móviles del actuar que no pueden ser explicados por medio de fríos conceptos intelectuales. Se dice que en este campo el corazón y el alma hacen valer sus derechos. Sin duda. Pero el corazón y el ánimo no crean los móviles del actuar, sino que los presuponen y los acogen en sí. En mi corazón surge la compasión cuando en mi conciencia se produce la impresión de una persona que me da pena. El camino al corazón pasa por el intelecto, y el amor no es excepción. Si no se reduce a la mera expresión del instinto sexual, se basa en la idea que del ser amado nos hacemos; y cuanto más idealista es esta representación, tanto más profundo es el amor. También aquí es el pensamiento el padre del sentimiento. Se dice que el amor es ciego para con los defectos del ser amado. Pero también se puede considerar esto a la inversa y afirmar que justamente el amor abre los ojos para descubrir sus cualidades. Muchos pasan sin advertirlas, mas uno las ve, y precisamente por eso se despierta en su alma el amor. No ha hecho otra cosa, sino formarse una idea, una representación de algo de lo que otras cien personas no tienen ninguna. Ellos no tienen el amor, porque carecen de la representación.
Por donde quiera que se enfoque la cuestión, cada vez resulta más evidente que la pregunta referente a la naturaleza del actuar humano, presupone la del origen del pensar. Por esta razón, me ocuparé primero de esta cuestión.
EL ACTUAR HUMANO CONSCIENTE
¿Es el hombre en su pensar y actuar un ser espiritualmente libre, o se encuentra sujeto al dominio de una necesidad absoluta, de acuerdo con las leyes de la naturaleza?. Pocas cuestiones se han tratado con tanta sagacidad como ésta. La idea de la libertad de la voluntad humana cuenta tanto con un gran número de partidarios vehementes, como de adversarios obstinados. Hay hombres que en su apasionamiento moral consideran de escasa inteligencia al que llega a negar un hecho tan evidente como la libertad. Frente a ellos existen otros para quienes el colmo de lo científico es creer que las leyes de la naturaleza quedan interrumpidas en el dominio del actuar y del pensar humano. La misma cosa se considera como el bien más preciado de la humanidad y, al mismo tiempo, como la más grave ilusión. Se ha empleado infinita sutileza para explicar cómo la libertad humana es compatible con los procesos de la naturaleza, a la que también el hombre pertenece. No menor ha sido el esfuerzo con que otros han tratado de comprender cómo ha podido surgir semejante idea absurda. Indudablemente se trata de uno de los más importantes problemas de la vida, de la religión, de la conducta y de la ciencia, como lo ha de sentir todo aquél que lo considere con un mínimo de profundidad. Realmente es parte de los tristes síntomas de la superficialidad del pensamiento actual, el hecho de que un libro, que como resultado de la investigación naturalista moderna intenta crear una “nueva fe ”(David Friedrich Strauss,“1 La antigua y la nueva fe”) no contenga, sobre esta cuestión, más que las siguientes palabras:
“No hemos de tomar en consideración aquí la cuestión de la libertad de la voluntad humana. Pues la supuesta libertad de elección indiferente, siempre ha sido considerada como una ilusión por toda filosofía digna de este nombre. Con todo, esta cuestión no toca la valoración moral del actuar y pensar humano”.
Cito este pasaje, no porque yo considere dicho libro de mucha importancia, sino porque me parece que expresa la opinión a la que ha llegado la mayoría de nuestros pensadores contemporáneos con respecto a esta cuestión. Que la libertad no puede consistir en que de dos posibles acciones, uno pueda elegir la una o la otra enteramente a su voluntad, parece saberlo cualquiera que pretenda haber alcanzado una cierta preparación científica. Se afirma que siempre existe un motivo bien definido para que, entre varias acciones posibles, se ejecute una determinada.
Esto parece evidente. No obstante, hasta el presente, los ataques principales de los adversarios de la libertad se dirigen solamente contra la libertad de elección. Así, por ejemplo, Herbert Spencer,2 cuyas ideas se difunden cada vez más, dice en su libro “Los principios de la psicología”:
“El que cada uno pueda voluntariamente desear o no desear, como de hecho dice el dogma de la libre voluntad, queda rechazado, tanto por el análisis de la conciencia como asimismo por el contenido del capítulo precedente” (del citado libro).
Otros al combatir el concepto de la libre voluntad parten del mismo punto de vista. El germen de todas las consideraciones al respecto se encuentra ya en la obra de Spinoza.3 Lo que él expresó en términos claros y sencillos contra la libertad, se ha repetido desde entonces innumerables veces, sólo que casi siempre envuelto en sutiles doctrinas teóricas, de modo que resulta difícil descubrir el sencillo razonamiento de que realmente se trata. En una carta del año 1674, Spinoza escribe:
“Es que yo llamo libre a lo que existe y actúa simplemente por la necesidad inherente a su naturaleza; y llamo forzado, a aquello cuya existencia y acción está determinada por otra cosa de manera exacta y fija. Dios, por ejemplo, aunque necesario, es no obstante, libre, porque existe solamente por la necesidad de su naturaleza. Dios, de igual modo, se conoce a sí mismo y conoce todo lo demás libremente, porque resulta de la necesidad de su naturaleza el que El conozca todo. Vemos, por lo tanto, que yo no establezco la libertad en la libre decisión, sino en la libre necesidad”.
“Pero descendamos a las cosas creadas, cuya existencia y función están determinadas sin excepción por causas exteriores, de modo fijo y exacto. Para comprenderlo más claramente, representémonos un hecho bien sencillo. Por ejemplo: una piedra recibe por la acción de una causa exterior, una determinada cantidad de movimiento, por la cual, sigue necesariamente moviéndose después de cesar el impacto de la causa exterior. Esta inercia por la que la piedra sigue moviéndose no es necesaria sino forzada, porque hay que definirla por el impacto de una causa exterior. Lo que en este caso vale para la piedra, vale igualmente para cualquier otra cosa, por más compleja y polifacética que sea; es decir, que todo está determinado necesariamente a existir y actuar de modo fijo y preciso por causas externas”.
“Supongamos ahora que la piedra, mientras está en movimiento, piensa y sabe que se esfuerza lo más que puede en continuar moviéndose. Esta piedra que sólo es consciente de su esfuerzo, y no actúa de modo indiferente, creerá que es enteramente libre y que sólo continúa moviéndose porque así lo quiere. Pues ésta y no otra es la libertad humana que todos pretenden poseer, y que sólo consiste en que el hombre es consciente de su deseo, pero sin conocer las causas que determinan su actuar. Del mismo modo, el niño cree que desea la leche libremente, y el muchacho colérico que libremente exige vengarse, y el miedoso la huida. Asimismo, el ebrio cree que dice por libre decisión lo que en estado normal preferiría no haber dicho; y como este prejuicio es innato a todos los hombres, no les es fácil librarse de él. Pues a pesar de que la experiencia nos enseña claramente que el hombre no sabe moderar sus deseos, y que, impulsado por pasiones contrarias, si bien es consciente de lo bueno, hace lo malo; no obstante, se considera libre porque hay cosas que él desea menos que otras, y porque puede refrenar fácilmente algunos deseos a través del recuerdo de otros que a menudo le surgen”.
Puesto que aquí se nos presenta una opinión clara y expresada con precisión, será también fácil descubrir el error fundamental que encierra. Se sostiene que con la misma necesidad con que la piedra, debido a un impulso, ejecuta un determinado movimiento, el hombre ha de emprender una acción cuando algún motivo le incita a ello. Sólo porque el hombre es consciente de su acción, se considera a sí mismo como el causante libre de ella. Pero no se da cuenta de que le incita un motivo, al cual se ve obligado a obedecer. Pronto descubre el error de este razonamiento. Spinoza y todos los que piensan como él no advierten que el hombre no solamente tiene conciencia de sus acciones, sino que también puede ser consciente de las causas que le guían. Es innegable que, al desear la leche, el niño no es libre, como tampoco lo es el ebrio cuando dice cosas de las que más tarde se arrepiente. Ninguno de ellos es consciente de las causas que actúan en lo hondo de su organismo, y a cuya fuerza irresistible obedecen. Pero ¿está justificado equiparar actos de esta naturaleza con aquéllos en los que el hombre es consciente, no solamente de su actuar, sino también de los motivos que le inducen a ello? ; ¿es que las acciones de los hombres son todas de igual naturaleza? ; ¿se puede, con rigor científico, colocar la acción del guerrero en el campo de batalla, la del investigador en el laboratorio, la del hombre de Estado en complejos asuntos diplomáticos, en el mismo nivel que la del niño al desear la leche?. No cabe duda de que para resolver un problema lo mejor es atacarlo por su lado más sencillo. Pero es bien cierto que la falta de discernimiento ha causado a menudo inmensa confusión. Y desde luego existe una diferencia fundamental entre si yo sé por qué actúo o si no lo sé. En principio esto parece ser una verdad evidente. Sin embargo, los adversarios de la libertad nunca preguntan si un motivo que reconozco y comprendo significa para mí una coacción en el mismo sentido que el proceso orgánico hace al niño pedir llorando la leche.
Eduard von Hartmann,4 en su “Fenomenología de la conciencia ética”, afirma que la voluntad humana depende de dos factores principales, a saber, de los motivos y del carácter. Si consideramos a todos los hombres como iguales, o bien sus diferencias como insignificantes, parecerá que su voluntad viene determinada desde afuera, es decir, por las circunstancias que se les presentan. Sin embargo, si se considera que hay personas que sólo hacen motivo de su actuar una idea o una representación, cuando dicha idea despierta en su interior un deseo de acuerdo con su carácter, entonces el hombre parece determinado desde dentro, y no desde fuera. Así el hombre se cree libre, o sea, independiente de motivos exteriores porque, tiene primero que convertir en motivo, de acuerdo con su carácter, la idea que se le impone desde fuera. Pero, según Eduard von Hartmann la verdad es que:
“Aunque es cierto que somos nosotros mismos los que elevamos a motivos esas ideas, no lo hacemos libremente, sino por la necesidad de nuestra disposición caracterológica, es decir, en absoluto, libres”.
También aquí se deja de tomar en consideración la diferencia que existe entre motivos que sólo dejo actuar después de haberlos ponderado conscientemente, y aquéllos a los que obedezco sin tener clara conciencia de ellos.
Esto nos conduce directamente al punto de vista desde el cual hemos de considerar la cuestión. ¿Es correcto plantear de un modo unilateral el problema de la libertad de la voluntad?, y si no, ¿con cuál otro hay, necesariamente, que relacionarlo?.
Si existe diferencia entre un motivo consciente de mi actuar y un impulso inconsciente, es indudable que aquél conducirá a una acción que deberá juzgarse de modo distinto que aquélla que se debe a un impulso ciego. Por lo tanto, en primer lugar hay que preguntar en qué consiste esa diferencia. Y sólo del resultado dependerá cómo debemos plantear la cuestión de la libertad.
¿Qué significa ser consciente de los motivos de su actuar?. Esta pregunta no se ha tomado suficientemente en cuenta porque, lamentablemente, siempre se ha partido en dos lo que es un todo invisible, esto es, el hombre. Se ha hecho una distinción entre el que actúa y el que tiene conocimiento, sin considerar debidamente a aquél de quien se trata principalmente, o sea, el que actúa a partir del conocimiento.
Se dice que el hombre es libre cuando únicamente se deja guiar por la razón, y no por los apetitos animales; o bien, que ser libre significa poder determinar su vida y su actuar, según fines y decisiones.
Pero con afirmaciones de esta naturaleza no se gana nada. Pues ésta es precisamente la cuestión: si la razón, los fines y las decisiones ejercen sobre el hombre una fuerza coactiva, como la que ejercen los apetitos animales. Cuando sin mi intención surge en mí una decisión razonable, exactamente con la misma necesidad que el hambre y la sed, no puedo sino obedecerla forzosamente; y mi libertad se convierte en ilusión.
También se ha dicho: ser libre no significa poder querer lo que se quiere, sino poder hacer lo que se quiere. Este pensamiento lo ha caracterizado con agudeza el poeta y filósofo Robert Hamerling5 en su obra “Atomística de la Voluntad”:
“El hombre puede ciertamente hacer lo que quiere; pero no puede querer lo que quiere, puesto que su voluntad está determinada por motivos”
“¿No puede querer lo que quiere? Examinemos más de cerca estas palabras. ¿Tienen realmente sentido? Entonces, ¿la libertad del querer debería consistir en poder querer algo sin razón y sin motivo?. Pero, ¿qué significa querer, sino tener un motivo de hacer o de desear una cosa más que otra? Querer algo sin razón o sin motivo significaría querer algo sin quererlo. Al concepto de querer se une inseparablemente el concepto del motivo. Pues sin un motivo determinante la voluntad se convierte en una facultad vacía; sólo por el motivo se hace activa y real. Por lo tanto, es enteramente correcto decir que la voluntad humana no es “libre”, en cuanto que su dirección está siempre determinada por el motivo más fuerte. Por otra parte hay que admitir que frente a esta “falta de libertad” es absurdo hablar de una concebible “libertad” de la voluntad, que consistiría en poder querer lo que no se quiere”.
También en este caso se habla solamente de motivos en general, sin tomar en consideración la diferencia entre los motivos inconscientes y los conscientes. Si tengo forzosamente que obedecer a un motivo porque se evidencia como el “más fuerte” entre otros, la idea de libertad deja de tener sentido. ¿Cómo puede tener importancia para mí el poder hacer algo o no, si el motivo me fuerza a hacerlo?. Lo que importa ante todo no es la cuestión de si yo, a causa de un motivo, puedo hacer algo o no, sino si solamente existen motivos que actúan necesariamente. Si me veo forzado a querer algo, me será, según las circunstancias, totalmente indiferente, si puedo, además, hacerlo. Si a causa de mi carácter, y debido a las circunstancias de mi entorno, surge un motivo imperioso que mi pensar juzga insensato, tendría entonces que estar contento de no poder hacer lo que quiero.
Lo que importa no es si puedo ejecutar una decisión que he tomado, sino cómo esa decisión se forma en mí.
Lo que distingue al hombre de todos los demás seres orgánicos, reside en su pensar racional. La actividad la tiene en común con otros organismos. No se gana nada si para aclarar el concepto de la libertad del actuar humano se buscan analogías en el reino animal. La ciencia natural moderna es propensa a semejantes analogías. Y cuando llega a encontrar en los animales algo similares a la conducta humana, cree haber tocado la cuestión más importante de la ciencia acerca del hombre. A qué malentendidos conduce esta opinión lo muestra, por ejemplo, el libro “La ilusión del libre albedrío” de P.Rée (1885), en el que dice lo siguiente sobre la libertad:
“Es fácil explicar que el movimiento de la piedra es necesario, pero que lo sea la voluntad del asno no lo es. Las causas del movimiento de la piedra se hallan fuera y visibles, pero las causas del querer del asno se hallan dentro, invisibles: entre nosotros y el sitio de su función se encuentra el cráneo del asno. No se ve la causa determinante, y entonces se piensa que no existe. Se explica que el querer es la causa de que el asno se mueva; pero que este querer es de por sí incondicional, un punto de partida absoluto”.
También aquí simplemente se omiten las acciones del hombre en las cuales él es consciente de los motivos de su actuar; pues Rée declara: “Entre nosotros y el sitio de su función se encuentra el cráneo del asno”.
A juzgar por estas palabras, Rée está lejos de ver que si bien no existen en el asno, existen sin duda acciones del hombre en las que entre nosotros y éstas se halla el motivo plenamente consciente. Y pocas páginas más adelante, lo prueba él mismo diciendo: “No percibimos las causas que condicionan nuestro querer, y por ello pensamos que no está condicionado causalmente”.
Pero basta de ejemplo que demuestran que muchos combaten la libertad sin saber siquiera en qué consiste.
Se sobreentiende que una acción cuyo autor no sabe por qué la realiza, no puede ser libre. ¿Pero qué relación tiene con aquélla, de cuyos motivos es consciente?. Esto nos conduce a la pregunta: ¿cuál es el origen y el significado del pensar?. Pues, sin el reconocimiento de la actividad pensante del alma, no es posible formarse el concepto de algo y, por consiguiente, tampoco el de una acción. Si llegamos a conocer lo que significa el pensar en general, también será fácil llegar a comprender la importancia del pensar para el actuar humano. Con razón dice Hegel: “El pensar hace que el alma, que el animal también posee, se eleve a espíritu”; y por este motivo el pensar ha de imprimir al actuar humano su carácter peculiar.
De ningún modo se puede afirmar que todo nuestro actuar fluya de la pura reflexión de nuestro intelecto. No puedo calificar de humanas en el sentido más elevado solamente aquellas acciones que proceden del juicio abstracto. Pero tan pronto como nuestro actuar se eleva por encima del dominio de los apetitos puramente animales, nuestros motivos se hallan permeados de pensamientos. El amor, la compasión, el patriotismo son móviles del actuar que no pueden ser explicados por medio de fríos conceptos intelectuales. Se dice que en este campo el corazón y el alma hacen valer sus derechos. Sin duda. Pero el corazón y el ánimo no crean los móviles del actuar, sino que los presuponen y los acogen en sí. En mi corazón surge la compasión cuando en mi conciencia se produce la impresión de una persona que me da pena. El camino al corazón pasa por el intelecto, y el amor no es excepción. Si no se reduce a la mera expresión del instinto sexual, se basa en la idea que del ser amado nos hacemos; y cuanto más idealista es esta representación, tanto más profundo es el amor. También aquí es el pensamiento el padre del sentimiento. Se dice que el amor es ciego para con los defectos del ser amado. Pero también se puede considerar esto a la inversa y afirmar que justamente el amor abre los ojos para descubrir sus cualidades. Muchos pasan sin advertirlas, mas uno las ve, y precisamente por eso se despierta en su alma el amor. No ha hecho otra cosa, sino formarse una idea, una representación de algo de lo que otras cien personas no tienen ninguna. Ellos no tienen el amor, porque carecen de la representación.
Por donde quiera que se enfoque la cuestión, cada vez resulta más evidente que la pregunta referente a la naturaleza del actuar humano, presupone la del origen del pensar. Por esta razón, me ocuparé primero de esta cuestión.
RUDOLF STEINER
CAPITULO I
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