lunes, 22 de abril de 2013
domingo, 21 de abril de 2013
CALENDARIO DEL ALMA
SEMANA CUARTA
21 27 de abril
OLVIDÁNDOSE DE EL MISMO, MAS DE SU ORIGEN
CONSERVANDO LA MEMORIA,
HABLA ASÍ DIRIGIÉNDOSE AL INMENSO UNIVERSO:
CUANDO, LIBERÁNDOME DE MI MISMO, ME QUITO
LA CADENA QUE ME A ATA A LA PERSONALIDAD,
EN TI YO PROFUNDIZO MI VERDADERO SER
R.Steiner
CALENDRIER DE L´AME
QUATRIEME SEMAINE
21 27 AVRIL
DE LUI MEME OUBLIEUX, MAIS DE SON ORIGINE
CONSERVANT LA MEMOIRE,
LE MOI DE L´ETRE HUMAIN, POURSUIVANT SA CROISSANCE,
PARLE AINSI S´ADRESSANT A L´IMMENSE UNIVERSE:
LORSQUE, ME LIBERANT DE MOI MEME, JE JETTE
LA CHAINE OU ME RETIENT ME PERSONNALITE,
EN TOI J´APPRONFONDIS MON ETRE VERITABLE
R. STEINER
traducción libre L.G.
SEMANA CUARTA
21 27 de abril
OLVIDÁNDOSE DE EL MISMO, MAS DE SU ORIGEN
CONSERVANDO LA MEMORIA,
HABLA ASÍ DIRIGIÉNDOSE AL INMENSO UNIVERSO:
CUANDO, LIBERÁNDOME DE MI MISMO, ME QUITO
LA CADENA QUE ME A ATA A LA PERSONALIDAD,
EN TI YO PROFUNDIZO MI VERDADERO SER
R.Steiner
CALENDRIER DE L´AME
QUATRIEME SEMAINE
21 27 AVRIL
DE LUI MEME OUBLIEUX, MAIS DE SON ORIGINE
CONSERVANT LA MEMOIRE,
LE MOI DE L´ETRE HUMAIN, POURSUIVANT SA CROISSANCE,
PARLE AINSI S´ADRESSANT A L´IMMENSE UNIVERSE:
LORSQUE, ME LIBERANT DE MOI MEME, JE JETTE
LA CHAINE OU ME RETIENT ME PERSONNALITE,
EN TOI J´APPRONFONDIS MON ETRE VERITABLE
R. STEINER
traducción libre L.G.
sábado, 6 de abril de 2013
A Leon Werth:
Pido perdón a los niños por haber dedicado
este libro a una persona mayor. Tengo una seria
excusa: esta persona mayor es el mejor amigo
que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona
mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los
libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona
mayor vive en Francia, donde pasa hambre y
frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas
excusas no bastasen, bien puedo dedicar este
libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos
los mayores han sido primero niños. (Pero
pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A LEON WERTH
CUANDO ERA NIÑO
I
Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre
la selva virgen que se titulaba "Historias vividas",
una magnífica lámina. Representaba una
serpiente boa que se tragaba a una fiera.
En el libro se afirmaba: "La serpiente
boa se traga su presa entera, sin masticarla. Luego ya no
puede moverse y duerme durante los seis meses
que dura su digestión".
Reflexioné mucho en ese momento sobre las
aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar con
un lápiz de colores mi primer dibujo. Mi
dibujo número 1 era de esta manera:
Enseñé mi obra de arte a las personas mayores
y les pregunté si mi dibujo les daba miedo.
—¿por qué habría de asustar un sombrero?— me
respondieron.
Mi dibujo no representaba un sombrero.
Representaba una serpiente boa que digiere un elefante.
Dibujé entonces el interior de la serpiente
boa a fin de que las personas mayores pudieran comprender.
Siempre estas personas tienen necesidad de
explicaciones. Mi dibujo número 2 era así:
Las personas mayores me aconsejaron abandonar
el dibujo de serpientes boas, ya fueran
abiertas o cerradas, y poner más interés en la
geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De esta
manera a la edad de seis años abandoné una
magnífica carrera de pintor. Había quedado desilusionado
por el fracaso de mis dibujos número 1 y
número 2. Las personas mayores nunca pueden comprender
algo por sí solas y es muy aburrido para los
niños tener que darles una y otra vez explicaciones.
Tuve, pues, que elegir otro oficio y aprendía
pilotear aviones. He volado un poco por todo el
mundo y la geografía, en efecto, me ha servido
de mucho; al primer vistazo podía distinguir
perfectamente la China de Arizona. Esto es muy
útil, sobre todo si se pierde uno durante la noche.2
A lo largo de mi vida he tenido multitud de
contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con
personas mayores y las he conocido muy de
cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión
sobre ellas.
Cuando me he encontrado con alguien que me
parecía un poco lúcido, lo he sometido a la
experiencia de mi dibujo número 1 que he
conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un
ser comprensivo. E invariablemente me
contestaban siempre: "Es un sombrero". Me abstenía de
hablarles de la serpiente boa, de la selva
virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba
del bridge, del golf, de política y de
corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un
hombre tan razonable.
II
Viví así, solo, nadie con quien poder hablar
verdaderamente, hasta cuando hace seis años tuve
una avería en el desierto de Sahara. Algo se
había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni
mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a
realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una
cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía
agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí sobre la arena, a
unas mil millas de distancia del lugar habitado más
próximo. Estaba más aislado que un náufrago en
una balsa en medio del océano. Imagínense, pues, mi
sorpresa cuando al amanecer me despertó una
extraña vocecita que decía:
— ¡Por favor... píntame un cordero!
—¿Eh?
—¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como herido por el
rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a
un extraordinario muchachito que me miraba
gravemente. Ahí tienen el mejor retrato que más tarde logré
hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es
menos encantador que el modelo. Pero no es mía la culpa.
Las personas mayores me desanimaron de mi
carrera de pintor a la edad de seis años y no había
aprendido a dibujar otra cosa que boas
cerradas y boas abiertas.
Miré, pues, aquella aparición con los ojos
redondos de admiración. No hay que olvidar que me
encontraba a unas mil millas de distancia del
lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el muchachito no
me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio,
de hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto la
apariencia de un niño perdido en el desierto,
a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo.
Cuando logré, por fin, articular palabra, le
dije:
— Pero… ¿qué haces tú por aquí? 3
Y él respondió entonces, suavemente, como algo
muy importante:
—¡Por favor… píntame un cordero!
Cuando el misterio es demasiado impresionante,
es imposible desobedecer. Por absurdo que
aquello me pareciera, a mil millas de
distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi
bolsillo una hoja de papel y una pluma fuente.
Recordé que yo había estudiado especialmente geografía,
historia, cálculo y gramática y le dije al
muchachito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
—¡No importa —me respondió—, píntame un
cordero!
Como nunca había dibujado un cordero, rehice
para él uno de los dos únicos dibujos que yo era
capaz de realizar: el de la serpiente boa
cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:
— ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una
serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante
ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo muy
pequeño. Necesito un cordero. Píntame un cordero.
Dibujé un cordero. Lo miró atentamente y dijo:
—¡No! Este está ya muy enfermo. Haz otro.
Volví a dibujar.
Mi amigo sonrió dulcemente, con indulgencia.
—¿Ves? Esto no es un cordero, es un carnero.
Tiene Cuernos…
Rehice nuevamente mi dibujo: fue rechazado
igual que los anteriores.
—Este es demasiado viejo. Quiero un cordero
que viva mucho tiempo.
Falto ya de paciencia y deseoso de comenzar a
desmontar el motor, garrapateé rápidamente este
dibujo, se lo enseñé, y le agregué: 4
—Esta es la caja. El cordero que quieres está
adentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi
joven juez se iluminó:
—¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea
necesario mucha hierba para este cordero?
—¿Por qué?
—Porque en mi tierra es todo tan pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:
—¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido…
Y así fue como conocí al principito.
III
Me costó mucho tiempo comprender de dónde
venía. El principito, que me hacía muchas
preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron
palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me
revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez
primera mi avión (no dibujaré mi avión, por tratarse de un
dibujo demasiado complicado para mí) me
preguntó:
—¿Qué cosa es esa? —Eso no es una cosa. Eso
vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que volaba. El
entonces gritó:
—¡Cómo! ¿Has caído del cielo? —Sí —le dije
modestamente. —¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa carcajada
que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se
tomen en serio. Y añadió:
—Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De
qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su presencia
y le pregunté bruscamente:
—¿Tu vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente la
cabeza mirando detenidamente mi avión.
—Es cierto, que, encima de eso, no puedes
venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante largo
tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se
abismó en la contemplación de su tesoro.
Imagínense cómo me intrigó esta
semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en
saber algo más:
—¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está
"tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?
Después de meditar silenciosamente me
respondió:
—Lo bueno de la caja que me has dado es que
por la noche le servirá de casa. —Sin duda. Y si
eres bueno te daré también una cuerda y una
estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al principito.
—¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! —Si no lo atas,
se irá quién sabe dónde y se perderá… 5
Mi amigo soltó una nueva carcajada.
—¿Y dónde quieres que vaya? —No sé, a
cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con gravedad:
—¡No importa, es tan pequeña mi tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de melancolía:
—Derecho, camino adelante… no se puede ir muy
lejos.
IV
De esta manera supe una segunda cosa muy
importante: su planeta de origen era apenas más
grande que una casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien
que aparte de los grandes planetas como la
Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se
les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan
pequeños a veces, que es difícil distinguirlos
aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo
descubre uno de estos planetas, le da por
nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer que el
planeta del cual venía el principito era el asteroide B
612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez
con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una gran demostración de
su descubrimiento en un congreso Internacional
de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de
su manera de vestir. Las personas mayores son así.
Felizmente para la reputación del asteroide B
612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de
muerte, el vestido a la europea. Entonces el
astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920
y como lucía un traje muy elegante, todo el
mundo aceptó su demostración.
Si les he contado de todos estos detalles
sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su
número, es por consideración a las personas
mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les
habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre
lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar:
"¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos
prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio
preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos
hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?"
Solamente con estos detalles creen conocerle.
Si les decimos a las personas mayores: "He visto una
casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios
en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a
imaginarse cómo es esa casa. Es preciso
decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces
exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué
preciosa es!"
De tal manera, si les decimos: "La prueba
de que el principito ha existido está en que era un
muchachito encantador, que reía y quería un
cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las
personas mayores se encogerán de hombros y nos
dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el
planeta de donde venía el principito era el
asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán
de hacer más preguntas. Son así. No hay por
qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy
indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos comprender la vida,
nos burlamos tranquilamente de los números. A
mí me habría gustado más comenzar esta
historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría
gustado decir:
"Era una vez un principito que habitaba
un planeta apenas más grande que él y que tenía
necesidad de un amigo…" Para aquellos que
comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro sea tomado a
la ligera. Siento tanta pena al contar estos
recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se
fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo
con el fin de no olvidarlo. Es muy triste
olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo
llegar a ser como las personas mayores, que
sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he
comprado una caja de lápices de colores. ¡Es
muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando
en toda la vida no se ha hecho otra tentativa
que la de una boa abierta y una boa cerrada a la edad deseis años! Ciertamente
que yo trataré de hacer retratos lo más parecido posibles, pero no estoy muy
seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no
tiene parecido alguno. En las proporciones me equivoco
también un poco. Aquí el principito es
demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo también
sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto
y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en
fin, que me equivoque sobre ciertos detalles
muy importantes. Pero habrá que perdonármelo ya que mi
amigo no me daba nunca muchas explicaciones.
Me creía semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente,
no sé ver un cordero a través de una caja. Es
posible que yo sea un poco como las personas mayores.
He debido envejecer.
V
Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el
planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía
suavemente al azar de las reflexiones. De esta
manera tuve conocimiento al tercer día, del drama de los
baobabs.
Fue también gracias al cordero y como
preocupado por una profunda duda, cuando el principito
me preguntó:
—¿Es verdad que los corderos se comen los
arbustos?
—Sí, es cierto.
—¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante para
él que los corderos se comieran los arbustos. Pero
el principito añadió:
—Entonces se comen también los Baobabs.
Le hice comprender al principito que los
baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como
iglesias y que incluso si llevase consigo todo
un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un
solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al
principito.
—Habría que poner los elefantes unos sobre
otros…
Y luego añadió juiciosamente:
—Los baobabs, antes de crecer, son muy
pequeñitos.
—Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus
corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como
si hablara de una evidencia. Me fue necesario un gran
esfuerzo de inteligencia para comprender por
mí mismo este problema.
En efecto, en el planeta del principito había,
como en todos los planetas, hierbas buenas y
hierbas malas. Por consiguiente, de buenas
semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas,
hierbas malas. Pero las semillas son
invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día
una de ellas tiene la fantasía de despertarse.
Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero
tímidamente, una encantadora ramita
inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la
puede dejar que crezca como quiera. Pero si se
trata de una mala hierba, es preciso arrancarla
inmediatamente en cuanto uno ha sabido
reconocerla. En el planeta del principito había semillas
terribles… como las semillas del baobab. El
suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab no se
arranca a tiempo, no hay manera de
desembarazarse de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora
con sus raíces. Y si el planeta es demasiado
pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de disciplina, me decía
más tarde el principito. Cuando por la mañana uno
termina de arreglarse, hay que hacer
cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse
regularmente a arrancar los baobabs, cuando se
les distingue de los rosales, a los cuales se parecen
mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy
fastidioso pero muy fácil".7
Y un día me aconsejó que me dedicara a
realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a
los niños de la tierra estas ideas. "Si
alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no
hay inconveniente en dejar para más tarde el
trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el
retraso es siempre una catástrofe. Yo he
conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó
tres arbustos…"
Siguiendo las indicaciones del principito,
dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de
moralista, el peligro de los baobabs es tan
desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a
perderse en un asteroide son tan grandes, que
no vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños,
atención a los baobabs!" Y sólo con el
fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen
desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo
que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La
lección que con él podía dar, valía la pena.
Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en
este libro otros dibujos tan grandiosos como
el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he
tratado de hacerlos, pero no lo he logrado.
Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un
sentimiento de urgencia.
VI
¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo
lentamente tu vida melancólica! Durante mucho
tiempo tu única distracción fue la suavidad de
las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día,
cuando me dijiste:
—Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a
ver una puesta de sol…
—Tendremos que esperar…
—¿Esperar qué?
—Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido primero, y después
te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
—Siempre me creo que estoy en mi tierra.
En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es
mediodía en Estados Unidos, en Francia se está
poniendo el sol. Sería suficiente poder
trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del sol,
pero desgraciadamente Francia está demasiado
lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba
arrastrar la silla algunos pasos para presenciar
el crepúsculo cada vez que lo deseabas…
—¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres
veces!
Y un poco más tarde añadiste:
—¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste
le gusta ver las puestas de sol.
—El día que la viste cuarenta y tres veces
estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no respondió.
VII
Al quinto día y también en relación con el
cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida
del principito. Me preguntó bruscamente y sin
preámbulo, como resultado de un problema largamente
meditado en silencio:
—Si un cordero se come los arbustos, se comerá
también las flores ¿no?
—Un cordero se come todo lo que encuentra.
—¿Y también las flores que tienen espinas?8
—Sí; también las flores que tienen espinas.
—Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy
ocupado tratando de destornillar un perno demasiado
apretado del motor; la avería comenzaba a
parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera
agotando mi provisión de agua, me hacía temer
lo peor.
—¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca que se dejara
sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado
por la resistencia que me oponía el perno, le
respondí lo primero que se me ocurrió:
—Las espinas no sirven para nada; son pura
maldad de las flores.
—¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con una
especie de rencor:
—¡No te creo! Las flores son débiles. Son
ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen
terribles con sus espinas…
No le respondí nada; en aquel momento me estaba
diciendo a mí mismo: "Si este perno me
resiste un poco más, lo haré saltar de un
martillazo". El principito me interrumpió de nuevo mis
pensamientos:
—¿Tú crees que las flores…?
—¡No, no creo nada! Te he respondido cualquier
cosa para que te calles. Tengo que ocuparme
de cosas serias.
Me miró estupefacto.
—¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la mano, los
dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le
parecía muy feo.
—¡Hablas como las personas mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él, implacable,
añadió:
—¡Lo confundes todo…todo lo mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado; sacudía la
cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.
—Conozco un planeta donde vive un señor muy
colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha
mirado una estrella y que jamás ha querido a
nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo
el día se lo pasa repitiendo como tú:
"¡Yo soy un hombre serio, yo soy un hombre serio!"… Al parecer
esto le llena de orgullo. Pero eso no es un
hombre, ¡es un hongo!
—¿Un qué?
—Un hongo.
El principito estaba pálido de cólera.
—Hace millones de años que las flores tiene
espinas y hace también millones de años que los
corderos, a pesar de las espinas, se comen las
flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las
flores pierden el tiempo fabricando unas
espinas que no les sirven para nada? ¿Es que no es importante
la guerra de los corderos y las flores? ¿No es
esto más serio e importante que las sumas de un señor
gordo y colorado? Y si yo sé de una flor única
en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en
mi planeta; si yo sé que un buen día un
corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto
no es importante?
El principito enrojeció y después continuó:9
—Si alguien ama a una flor de la que sólo
existe un ejemplar en millones y millones de estrellas,
basta que las mire para ser dichoso. Puede
decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero si
el cordero se la come, para él es como si de
pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es
importante!
No pudo decir más y estalló bruscamente en
sollozos.
La noche había caído. Yo había soltado las
herramientas y ya no importaban nada el martillo, el
perno, la sed y la muerte. ¡Había en una
estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un principito a quien
consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí
diciéndole: "la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré
un bozal para tu cordero y una armadura para
la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo consolarle y
hacer que tuviera nuevamente confianza en mí;
me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las
lágrimas!
VIII
Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor.
Siempre había habido en el planeta del principito
flores muy simples adornadas con una sola fila
de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie
molestaban. Aparecían entre la hierba una
mañana y por la tarde se extinguían. Pero aquella había
germinado un día de una semilla llegada de
quién sabe dónde, y el principito había vigilado
cuidadosamente desde el primer día aquella
ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una
nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó
pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito
observó el crecimiento de un enorme capullo y
tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una
aparición milagrosa; pero la flor no acababa
de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde.
Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente
y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir
ya ajada como las amapolas; quería aparecer en
todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta
aquella flor! Su misteriosa preparación duraba
días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir
el sol se mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta
precisión, dijo bostezando:
—¡Ah, perdóname… apenas acabo de despertarme…
estoy toda despeinada…!
El principito no pudo contener su admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad? —respondió dulcemente la flor—. He
nacido al mismo tiempo que el sol. El principito
adivinó exactamente que ella no era muy
modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
—Me parece que ya es hora de desayunar —
añadió la flor —; si tuvieras la bondad de pensar un
poco en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo ido a
buscar una regadera la roció abundantemente con
agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su vanidad
un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando
de sus cuatro espinas, dijo al principito:
—¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
—No hay tigres en mi planeta —observó el
principito— y, además, los tigres no comen hierba.
—Yo nos soy una hierba —respondió dulcemente
la flor.
—Perdóname...
—No temo a los tigres, pero tengo miedo a las
corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una
suerte para una planta —pensó el principito—. Esta flor
es demasiado complicada…"10
—Por la noche me cubrirás con un fanal… hace
mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto;
allá de donde yo vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí en
forma de semilla y no era posible que conociera otros
mundos. Humillada por haberse dejado
sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres
veces para atraerse la simpatía del
principito.
—¿Y el biombo?
—Iba a buscarlo, pero como no dejabas de
hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos
remordimientos.
De esta manera el principito, a pesar de la
buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de
ella. Había tomado en serio palabras sin
importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle caso —me confesó un
día el principito— nunca hay que hacer caso a las
flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor
embalsamaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso…
Aquella historia de garra y tigres que tanto
me molestó, hubiera debido enternecerme".
Y me contó todavía:
“¡No supe comprender nada entonces! Debí
juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor
perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí
huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus
pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las
flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".
IX
Creo que el principito aprovechó la migración
de una bandada de pájaros silvestres para su
evasión. La mañana de la partida, puso en
orden el planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en
actividad, de los cuales poseía dos, que le
eran muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas.
Tenía, además, un volcán extinguido.
Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía,
nunca se sabe lo que puede ocurrir. Si los
volcanes están bien deshollinados, arden sus erupciones,
lenta y regularmente. Las erupciones
volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas. Es evidente
que en nuestra Tierra no hay posibilidad de
deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado
pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito arrancó también con un poco de
melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que
no iba a volver nunca. Pero todos aquellos
trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente
dulces. Y cuando regó por última vez la flor y
se dispuso a ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de
llorar.
—Adiós —le dijo a la flor. Esta no respondió.
—Adiós —repitió el principito.
La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.
—He sido una tonta —le dijo al fin la flor—.
Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por la ausencia de reproches y
quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no
comprendiendo esta tranquila mansedumbre.
—Sí, yo te quiero —le dijo la flor—, ha sido
culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene
importancia. Y tú has sido tan tonto como yo.
Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo
quiero.
—Pero el viento...
—No estoy tan resfriada como para... El aire
fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
—Y los animales...11
—Será necesario que soporte dos o tres orugas,
si quiero conocer las mariposas; creo que son
muy hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme?
Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las
temo: yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas.
Luego añadió:
—Y no prolongues más tu despedida. Puesto que
has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese llorar: era tan
orgullosa...
X
Se encontraba en la región de los asteroides
325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en
algo e instruirse al mismo tiempo decidió
visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey,
vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre
un trono muy sencillo y, sin embargo,
majestuoso.
—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al
principito—, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si
nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está muy
simplificado. Todos los hombres son súbditos.
—Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el
rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de
alguien. El principito buscó donde sentarse,
pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico
manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero
como estaba cansado, bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en presencia
del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohibo.
—No he podido evitarlo —respondió el
principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y
apenas he dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que
bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie.
Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos,
bosteza otra vez, te lo ordeno!
—Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo
el principito enrojeciendo.
—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te
ordeno tan pronto que bosteces y que no
bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el
rey daba gran importancia a que su autoridad
fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero
como era muy bueno, daba siempre órdenes
razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo
ordenara a un general que se transformara en
ave marina y el general no me obedeciese, la
culpa no sería del general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el
principito.
—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—,
recogiendo majestuosamente un faldón de su
manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel
planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién
podría reinar aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a
decir el rey.
—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran
ingenuidad.12
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su
planeta, los otros planetas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el
principito.
—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además,
un monarca universal.
—¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen
en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al
principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza,
hubiese podido asistir en el mismo día, no a
cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a
doscientas puestas de sol, sin tener necesidad
de arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al
recordar su pequeño planeta abandonado, se
atrevió a solicitar una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese
gusto... Ordénele al sol que se ponga...
—Si yo le diera a un general la orden de volar
de flor en flor como una mariposa, o de escribir una
tragedia, o de transformarse en ave marina y
el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la
culpa, mía o de él?
—La culpa sería de usted —le dijo el
principito con firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno,
lo que cada uno puede dar —continuó el rey. La
autoridad se apoya antes que nada en la razón.
Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará
la revolución. Yo tengo derecho a exigir
obediencia, porque mis órdenes son razonables.
—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el
principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez
que la había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero,
según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que
las condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey,
consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem,
ejem! será hacia... hacia... será hacia las
siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de
sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un
poco.
—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al
rey—. Me voy.
—No partas —le respondió el rey que se sentía
muy orgulloso de tener un súbdito—, no te vayas
y te hago ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he
recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el
caminar me cansa. Y como no hay sitio para una
carroza...
—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el
principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado
del planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco.
.
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—.
Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse
a sí mismo, que juzgar a los otros. Si
consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier
parte y no tengo necesidad de vivir aquí.13
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna
parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo
por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata
vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida
dependería de tu justicia y la indultarás en
cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie
—dijo el principito—. Creo que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya
sus preparativos no quiso disgustar al viejo
monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido
puntualmente, podría dar una orden razonable.
Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de
un minuto. Me parece que las condiciones son
favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito
vaciló primero y con un suspiro emprendió la
marcha.
—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a
gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy
extrañas", se decía el principito para sí mismo durante el viaje.
XI
El segundo planeta estaba habitado por un
vanidoso:
—¡Ah! ¡Ah! ¡Un admirador viene a visitarme!
—Gritó el vanidoso al divisar a lo lejos al principito.
Para los vanidosos todos los demás hombres son
admiradores.
—¡Buenos días! —dijo el principito—. ¡Qué
sombrero tan raro tiene!
—Es para saludar a los que me aclaman
—respondió el vanidoso. Desgraciadamente nunca pasa
nadie por aquí.
—¿Ah, sí? —preguntó sin comprender el
principito.
—Golpea tus manos una contra otra —le aconsejó
el vanidoso.
El principito aplaudió y el vanidoso le saludó
modestamente levantando el sombrero.
"Esto parece más divertido que la visita
al rey", se dijo para sí el principito, que continuó
aplaudiendo mientras el vanidoso volvía a
saludarle quitándose el sombrero.
A los cinco minutos el principito se cansó con
la monotonía de aquel juego.
—¿Qué hay que hacer para que el sombrero se
caiga? —preguntó el principito.
Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos sólo
oyen las alabanzas.
—¿Tú me admiras mucho, verdad? —preguntó el
vanidoso al principito.
—¿Qué significa admirar?
—Admirar significa reconocer que yo soy el
hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el
más inteligente del planeta.
—¡Si tú estás solo en tu planeta!
—¡Hazme ese favor, admírame de todas maneras!
—¡Bueno! Te admiro —dijo el principito
encogiéndose de hombros—, pero ¿para qué te sirve?
Y el principito se marchó.
"Decididamente, las personas mayores son
muy extrañas", se decía para sí el principito durante
su viaje. 14
XII
El tercer planeta estaba habitado por un
bebedor. Fue una visita muy corta, pues hundió al
principito en una gran melancolía.
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que
estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de
botellas vacías y otras tantas botellas
llenas.
—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono
lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el
principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya
compadecido.
—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el
bebedor bajando la cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito
deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor,
que se encerró nueva y definitivamente en el
silencio.
Y el principito, perplejo, se marchó.
"No hay la menor duda de que las personas
mayores son muy extrañas", seguía diciéndose para
sí el principito durante su viaje.
XIII
El cuarto planeta estaba ocupado por un hombre
de negocios. Este hombre estaba tan abstraído
que ni siquiera levantó la cabeza a la llegada
del principito.
—¡Buenos días! —le dijo éste—. Su cigarro se
ha apagado.
—Tres y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y
tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete
veintidós. Veintidós y seis veintiocho. No
tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y tres treinta y uno. ¡Uf!
Esto suma quinientos un millones seiscientos
veintidós mil setecientos treinta y uno.
—¿Quinientos millones de qué?
—¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones
de... ya no sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un
hombre serio y no me entretengo en tonterías!
Dos y cinco siete...
—¿Quinientos millones de qué? —volvió a
preguntar el principito, que nunca en su vida había
renunciado a una pregunta una vez que la había
formulado.
El hombre de negocios levantó la cabeza:
—Desde hace cincuenta y cuatro años que habito
este planeta, sólo me han molestado tres
veces. La primera, hace veintidós años, fue
por un abejorro que había caído aquí de Dios sabe dónde.
Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer
cuatro errores en una suma. La segunda vez por una
crisis de reumatismo, hace once años. Yo no
hago ningún ejercicio, pues no tengo tiempo de callejear.
Soy un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la
tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones...
—¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que no tenía
ninguna esperanza de que lo dejaran en paz.
—Millones de esas pequeñas cosas que algunas
veces se ven en el cielo.
—¿Moscas?15
—¡No, cositas que brillan!
—¿Abejas?
—No. Unas cositas doradas que hacen desvariar
a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no
tengo tiempo de desvariar!
—¡Ah! ¿Estrellas?
—Eso es. Estrellas.
—¿Y qué haces tú con quinientos millones de
estrellas?
—Quinientos un millones seiscientos veintidós
mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre
serio y exacto.
—¿Y qué haces con esas estrellas? —¿Que qué
hago con ellas?
—Sí.
—Nada. Las poseo.
—¿Que las estrellas son tuyas?
—Sí.
—Yo he visto un rey que...
—Los reyes no poseen nada... Reinan. Es muy
diferente.
—¿Y de qué te sirve poseer las estrellas?
—Me sirve para ser rico.
—¿Y de qué te sirve ser rico?
—Me sirve para comprar más estrellas si
alguien las descubre.
"Este, se dijo a sí mismo el principito,
razona poco más o menos como mi borracho".
No obstante le siguió preguntando:
—¿Y cómo es posible poseer estrellas?
—¿De quién son las estrellas? —contestó
punzante el hombre de negocios.
—No sé. . . De nadie.
—Entonces son mías, puesto que he sido el
primero a quien se le ha ocurrido la idea.
—¿Y eso basta?
—Naturalmente. Si te encuentras un diamante
que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si
encontraras una isla que a nadie pertenece, la
isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la
haces patentar, nadie puede aprovecharla: es
tuya. Las estrellas son mías, puesto que nadie, antes que
yo, ha pensado en poseerlas.
—Eso es verdad —dijo el principito— ¿y qué
haces con ellas?
—Las administro. Las cuento y las recuento una
y otra vez —contestó el hombre de negocios—.
Es algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!
El principito no quedó del todo satisfecho.
—Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al
cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor,
puedo cortarla y llevármela también. ¡Pero tú
no puedes llevarte las estrellas!
—Pero puedo colocarlas en un banco.
—¿Qué quiere decir eso?16
—Quiere decir que escribo en un papel el
número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en
un cajón ese papel.
—¿Y eso es todo?
—¡Es suficiente!
"Es divertido", pensó el principito.
"Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio".
El principito tenía sobre las cosas serias
ideas muy diferentes de las ideas de las personas
mayores.
—Yo —dijo aún— tengo una flor a la que riego
todos los días; poseo tres volcanes a los que
deshollino todas las semanas, pues también me
ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que
puede ocurrir. Es útil, pues, para mis
volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada
útil para las estrellas...
El hombre de negocios abrió la boca, pero no
encontró respuesta.
El principito abandonó aquel planeta.
"Las personas mayores, decididamente, son
extraordinarias", se decía a sí mismo con sencillez
durante el viaje.
XIV
El quinto planeta era muy curioso. Era el más
pequeño de todos, pues apenas cabían en él un
farol y el farolero que lo habitaba. El
principito no lograba explicarse para qué servirían allí, en el cielo, en
un planeta sin casas y sin población un farol
y un farolero. Sin embargo, se dijo a sí mismo:
"Este hombre, quizás, es absurdo. Sin
embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el
hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo,
al menos, tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual
que si hiciera nacer una estrella más o una
flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es
una ocupación muy bonita y por ser bonita es
verdaderamente útil".
Cuando llegó al planeta saludó respetuosamente
al farolero:
—¡Buenos días! ¿Por qué acabas de apagar tu
farol?
—Es la consigna —respondió el farolero—.
¡Buenos días!
—¿Y qué es la consigna?
—Apagar mi farol. ¡Buenas noches! Y encendió
el farol.
—¿Y por qué acabas de volver a encenderlo?
—Es la consigna.
—No lo comprendo —dijo el principito.
—No hay nada que comprender —dijo el
farolero—. La consigna es la consigna. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Luego se enjugó la frente con un pañuelo de
cuadros rojos.
—Mi trabajo es algo terrible. En otros tiempos
era razonable; apagaba el farol por la mañana y lo
encendía por la tarde. Tenía el resto del día
para reposar y el resto de la noche para dormir.
—¿Y luego cambiaron la consigna?
—Ese es el drama, que la consigna no ha
cambiado —dijo el farolero—. El planeta gira cada vez
más de prisa de año en año y la consigna sigue
siendo la misma.
—¿Y entonces? —dijo el principito.17
—Como el planeta da ahora una vuelta completa
cada minuto, yo no tengo un segundo de
reposo. Enciendo y apago una vez por minuto.
—¡Eso es raro! ¡Los días sólo duran en tu
tierra un minuto!
—Esto no tiene nada de divertido —dijo el
farolero—. Hace ya un mes que tú y yo estamos
hablando.
—¿Un mes?
—Sí, treinta minutos. ¡Treinta días! ¡Buenas
noches!
Y volvió a encender su farol.
El principito lo miró y le gustó este farolero
que tan fielmente cumplía la consigna. Recordó las
puestas de sol que en otro tiempo iba a buscar
arrastrando su silla. Quiso ayudarle a su amigo.
—¿Sabes? Yo conozco un medio para que
descanses cuando quieras...
—Yo quiero descansar siempre —dijo el
farolero.
Se puede ser a la vez fiel y perezoso.
El principito prosiguió:
—Tu planeta es tan pequeño que puedes darle la
vuelta en tres zancadas. No tienes que hacer
más que caminar muy lentamente para quedar
siempre al sol. Cuando quieras descansar, caminarás... y
el día durará tanto tiempo cuanto quieras.
—Con eso no adelanto gran cosa —dijo el
farolero—, lo que a mí me gusta en la vida es dormir.
—No es una suerte —dijo el principito.
—No, no es una suerte —replicó el farolero—.
¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Mientras el principito proseguía su viaje, se
iba diciendo para sí: "Este sería despreciado por los
otros, por el rey, por el vanidoso, por el
bebedor, por el hombre de negocios. Y, sin embargo, es el único
que no me parece ridículo, quizás porque se
ocupa de otra cosa y no de sí mismo. Lanzó un suspiro de
pena y continuó diciéndose:
"Es el único de quien pude haberme hecho
amigo. Pero su planeta es demasiado pequeño y no
hay lugar para dos..."
Lo que el principito no se atrevía a
confesarse, era que la causa por la cual lamentaba no
quedarse en este bendito planeta se debía a
las mil cuatrocientas cuarenta puestas de sol que podría
disfrutar cada veinticuatro horas.
XV
El sexto planeta era diez veces más grande.
Estaba habitado por un anciano que escribía
grandes libros.
—¡Anda, un explorador! —exclamó cuando divisó
al principito.
Este se sentó sobre la mesa y reposó un poco.
¡Había viajado ya tanto!
—¿De dónde vienes tú? —le preguntó el anciano.
—¿Qué libro es ese tan grande? —preguntó a su
vez el principito—. ¿Qué hace usted aquí?
—Soy geógrafo —dijo el anciano.
—¿Y qué es un geógrafo?18
—Es un sabio que sabe donde están los mares,
los ríos, las ciudades, las montañas y los
desiertos.
—Eso es muy interesante —dijo el principito—.
¡Y es un verdadero oficio!
Dirigió una mirada a su alrededor sobre el
planeta del geógrafo; nunca había visto un planeta tan
majestuoso.
—Es muy hermoso su planeta. ¿Hay océanos aquí?
—No puedo saberlo —dijo el geógrafo.
—¡Ah! (El principito se sintió decepcionado).
¿Y montañas?
—No puedo saberlo —repitió el geógrafo.
—¿Y ciudades, ríos y desiertos?
—Tampoco puedo saberlo.
—¡Pero usted es geógrafo!
—Exactamente —dijo el geógrafo—, pero no soy
explorador, ni tengo exploradores que me
informen. El geógrafo no puede estar de acá
para allá contando las ciudades, los ríos, las montañas, los
océanos y los desiertos; es demasiado
importante para deambular por ahí. Se queda en su despacho y
allí recibe a los exploradores. Les interroga
y toma nota de sus informes. Si los informes de alguno de
ellos le parecen interesantes, manda hacer una
investigación sobre la moralidad del explorador.
—¿Para qué?
—Un explorador que mintiera sería una
catástrofe para los libros de geografía. Y también lo sería
un explorador que bebiera demasiado.
—¿Por qué? —preguntó el principito.
—Porque los borrachos ven doble y el geógrafo
pondría dos montañas donde sólo habría una.
—Conozco a alguien —dijo el principito—, que
sería un mal explorador.
—Es posible. Cuando se está convencido de que
la moralidad del explorador es buena, se hace
una investigación sobre su descubrimiento.
—¿ Se va a ver?
—No, eso sería demasiado complicado. Se exige
al explorador que suministre pruebas. Por
ejemplo, si se trata del descubrimiento de una
gran montaña, se le pide que traiga grandes piedras.
Súbitamente el geógrafo se sintió emocionado:
—Pero... ¡tú vienes de muy lejos! ¡Tú eres un
explorador! Vas a describirme tu planeta.
Y el geógrafo abriendo su registro afiló su
lápiz. Los relatos de los exploradores se escriben
primero con lápiz. Se espera que el explorador
presente sus pruebas para pasarlos a tinta.
—¿Y bien? —interrogó el geógrafo.
—¡Oh! Mi tierra —dijo el principito— no es
interesante, todo es muy pequeño. Tengo tres
volcanes, dos en actividad y uno extinguido;
pero nunca se sabe...
—No, nunca se sabe —dijo el geógrafo.
—Tengo también una flor.
—De las flores no tomamos nota.
—¿Por qué? ¡Son lo más bonito!
—Porque las flores son efímeras.
—¿Qué significa "efímera"?19
—Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros
más preciados e interesantes; nunca pasan
de moda. Es muy raro que una montaña cambie de
sitio o que un océano quede sin agua. Los geógrafos
escribimos sobre cosas eternas.
—Pero los volcanes extinguidos pueden
despertarse —interrumpió el principito—. ¿Qué significa
"efímera"?
—Que los volcanes estén o no en actividad es
igual para nosotros. Lo interesante es la montaña
que nunca cambia.
—Pero, ¿qué significa "efímera"?
—repitió el principito que en su vida había renunciado a una
pregunta una vez formulada.
—Significa que está amenazado de próxima
desaparición.
—¿Mi flor está amenazada de desaparecer
próximamente?
—Indudablemente.
"Mi flor es efímera —se dijo el
principito— y no tiene más que cuatro espinas para defenderse
contra el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en
mi casa!". Por primera vez se arrepintió de haber dejado su
planeta, pero bien pronto recobró su valor.
—¿Qué me aconseja usted que visite ahora?
—preguntó.
—La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene
muy buena reputación...
Y el principito partió pensando en su flor.
XVI
El séptimo planeta fue, por consiguiente, la
Tierra.
¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se
cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar,
naturalmente, los reyes negros), siete mil
geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones
y medio de borrachos, trescientos once
millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de
personas mayores.
Para darles una idea de las dimensiones de la
Tierra yo les diría que antes de la invención de la
electricidad había que mantener sobre el
conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de
cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos
once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían un espléndido
efecto. Los movimientos de este ejército estaban
regulados como los de un ballet de ópera.
Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelandia y de
Australia. Encendían sus faroles y se iban a
dormir. Después tocaba el turno en la danza a los faroleros
de China y Siberia, que a su vez se perdían
entre bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la
India, después los de África y Europa y
finalmente, los de América del Sur y América del Norte. Nunca se
equivocaban en su orden de entrada en escena.
Era grandioso.
Solamente el farolero del único farol del polo
norte y su colega del único farol del polo sur,
llevaban una vida de ociosidad y descanso. No
trabajaban más que dos veces al año.
XVII
Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se
miente un poco. No he sido muy honesto al
hablar de los faroleros y corro el riesgo de
dar una falsa idea de nuestro planeta a los que no lo conocen.
Los hombres ocupan muy poco lugar sobre la
Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que la pueblan
se pusieran de pie y un poco apretados, como
en un mitin, cabrían fácilmente en una plaza de veinte
millas de largo por veinte de ancho. La
humanidad podría amontonarse sobre el más pequeño islote del
Pacífico.
Las personas mayores no les creerán,
seguramente, pues siempre se imaginan que ocupan
mucho sitio. Se creen importantes como los
baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les
gustará ya que adoran las cifras. Pero no es
necesario que pierdan el tiempo inútilmente, puesto que
tienen confianza en mí.
El principito, una vez que llegó a la Tierra,
quedó sorprendido de no ver a nadie. Tenía miedo de
haberse equivocado de planeta, cuando un
anillo de color de luna se revolvió en la arena.
—¡Buenas noches! —dijo el principito.
—¡Buenas noches! —dijo la serpiente.
—¿Sobre qué planeta he caído? —preguntó el
principito.
—Sobre la Tierra, en África —respondió la
serpiente.
—¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la Tierra?
—Esto es el desierto. En los desiertos no hay
nadie. La Tierra es muy grande —dijo la serpiente.
El principito se sentó en una piedra y elevó
los ojos al cielo.
—Yo me pregunto —dijo— si las estrellas están
encendidas para que cada cual pueda un día
encontrar la suya. Mira mi planeta; está precisamente
encima de nosotros... Pero... ¡qué lejos está!
—Es muy bella —dijo la serpiente—. ¿Y qué
vienes tú a hacer aquí?
—Tengo problemas con una flor —dijo el
principito.
—¡Ah!
Y se callaron.
—¿Dónde están los hombres? —prosiguió por fin
el principito. Se está un poco solo en el
desierto...
—También se está solo donde los hombres
—afirmó la serpiente.
El principito la miró largo rato y le dijo:
—Eres un bicho raro, delgado como un dedo...
—Pero soy más poderoso que el dedo de un rey
—le interrumpió la serpiente.
El principito sonrió:
—No me pareces muy poderoso... ni siquiera
tienes patas... ni tan siquiera puedes viajar...
—Puedo llevarte más lejos que un navío —dijo
la serpiente.
Se enroscó alrededor del tobillo del
principito como un brazalete de oro.
—Al que yo toco, le hago volver a la tierra de
donde salió. Pero tú eres puro y vienes de una
estrella...
El principito no respondió.
—Me das lástima, tan débil sobre esta tierra
de granito. Si algún día echas mucho de menos tu
planeta, puedo ayudarte. Puedo...
—¡Oh! —dijo el principito—. Te he comprendido.
Pero ¿por qué hablas con enigmas?
—Yo los resuelvo todos —dijo la serpiente.
Y se callaron.
XVIII
El principito atravesó el desierto en el que
sólo encontró una flor de tres pétalos, una flor de nada.21
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —dijo la flor.
—¿Dónde están los hombres? —preguntó
cortésmente el principito.
La flor, un día, había visto pasar una
caravana.
—¿Los hombres? No existen más que seis o
siete, me parece. Los he visto hace ya años y
nunca se sabe dónde encontrarlos. El viento
los pasea. Les faltan las raíces. Esto les molesta.
—Adiós —dijo el principito.
—Adiós —dijo la flor.
XIX
El principito escaló hasta la cima de una alta
montaña. Las únicas montañas que él había
conocido eran los tres volcanes que le
llegaban a la rodilla. El volcán extinguido lo utilizaba como
taburete. "Desde una montaña tan alta
como ésta, se había dicho, podré ver todo el planeta y a todos los
hombres..." Pero no alcanzó a ver más que
algunas puntas de rocas.
—¡Buenos días! —exclamó el principito al
acaso.
—¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Buenos días!
—respondió el eco.
—¿Quién eres tú? —preguntó el principito.
—¿Quién eres tú?... ¿Quién eres tú?... ¿Quién
eres tú?... —contestó el eco.
—Sed mis amigos, estoy solo —dijo el
principito.
—Estoy solo... estoy solo... estoy solo...
—repitió el eco.
"¡Qué planeta más raro! —pensó entonces
el principito—, es seco, puntiagudo y salado. Y los
hombres carecen de imaginación; no hacen más
que repetir lo que se les dice... En mi tierra tenía una
flor: hablaba siempre la primera... "
XX
Pero sucedió que el principito, habiendo
atravesado arenas, rocas y nieves, descubrió finalmente
un camino. Y los caminos llevan siempre a la
morada de los hombres.
—¡Buenos días! —dijo.
Era un jardín cuajado de rosas.
—¡Buenos días! —dijeran las rosas.
El principito las miró. ¡Todas se parecían
tanto a su flor!
—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó
estupefacto.
—Somos las rosas —respondieron éstas.
—¡Ah! —exclamó el principito.
Y se sintió muy desgraciado. Su flor le había
dicho que era la única de su especie en todo el
universo. ¡Y ahora tenía ante sus ojos más de
cinco mil todas semejantes, en un solo jardín!
Si ella viese todo esto, se decía el
principito, se sentiría vejada, tosería muchísimo y simularía
morir para escapar al ridículo. Y yo tendría
que fingirle cuidados, pues sería capaz de dejarse morir
verdaderamente para humillarme a mí también...
"22
Y luego continuó diciéndose: "Me creía
rico con una flor única y resulta que no tengo más que
una rosa ordinaria. Eso y mis tres volcanes
que apenas me llegan a la rodilla y uno de los cuales acaso
esté extinguido para siempre. Realmente no soy
un gran príncipe... " Y echándose sobre la hierba, el
principito lloró.
XXI
Entonces apareció el zorro:
—¡Buenos días! —dijo el zorro.
—¡Buenos días! —respondió cortésmente el
principito que se volvió pero no vio nada.
—Estoy aquí, bajo el manzano —dijo la voz.
—¿Quién eres tú? —preguntó el principito—.
¡Qué bonito eres!
—Soy un zorro —dijo el zorro.
—Ven a jugar conmigo —le propuso el
principito—, ¡estoy tan triste!
—No puedo jugar contigo —dijo el zorro—, no
estoy domesticado.
—¡Ah, perdón! —dijo el principito.
Pero después de una breve refl exión, añadió:
—¿Qué significa "domesticar"?
—Tú no eres de aquí —dijo el zorro— ¿qué
buscas?
—Busco a los hombres —le respondió el
principito—. ¿Qué significa "domesticar"?
—Los hombres —dijo el zorro— tienen escopetas
y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían
gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú
buscas gallinas?
—No —dijo el principito—. Busco amigos. ¿Qué
significa "domesticar"? —volvió a preguntar el
principito.
—Es una cosa ya olvidada —dijo el zorro—,
significa "crear vínculos... "
—¿Crear vínculos?
—Efectivamente, verás —dijo el zorro—. Tú no
eres para mí todavía más que un muchachito
igual a otros cien mil muchachitos y no te
necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no
soy para ti más que un zorro entre otros cien
mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces
tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás
para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el
mundo...
—Comienzo a comprender —dijo el principito—.
Hay una flor... creo que ella me ha
domesticado...
—Es posible —concedió el zorro—, en la Tierra
se ven todo tipo de cosas.
—¡Oh, no es en la Tierra! —exclamó el
principito.
El zorro pareció intrigado:
—¿En otro planeta?
—Sí.
—¿Hay cazadores en ese planeta?
—No.
—¡Qué interesante! ¿Y gallinas?23
—No.
—Nada es perfecto —suspiró el zorro.
Y después volviendo a su idea:
—Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los
hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se
parecen y todos los hombres son iguales; por
consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi
vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de
unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos
me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me
llamarán fuera de la madriguera como una música. Y
además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de
trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí
algo inútil. Los campos de trigo no me
recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos
dorados y será algo maravilloso cuando me
domestiques! El trigo, que es dorado también, será un
recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en
el trigo.
El zorro se calló y miró un buen rato al
principito:
—Por favor... domestícame —le dijo.
—Bien quisiera —le respondió el principito
pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y
conocer muchas cosas.
—Sólo se conocen bien las cosas que se
domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen
tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho
en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan
amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si
quieres un amigo, domestícame!
—¿Qué debo hacer? —preguntó el principito.
—Debes tener mucha paciencia —respondió el
zorro—. Te sentarás al principio un poco lejos de
mí, así, en el suelo; yo te miraré con el
rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de
malos entendidos. Pero cada día podrás
sentarte un poco más cerca...
El principito volvió al día siguiente.
—Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que
vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las
cuatro de la tarde; desde las tres yo
empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me
sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e
inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes
a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar
mi corazón... Los ritos son necesarios.
—¿Qué es un rito? —inquirió el principito.
—Es también algo demasiado olvidado —dijo el
zorro—. Es lo que hace que un día no se
parezca a otro día y que una hora sea diferente
a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los
jueves bailan con las muchachas del pueblo.
Los jueves entonces son días maravillosos en los que
puedo ir de paseo hasta la viña. Si los
cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo
no tendría vacaciones.
De esta manera el principito domesticó al
zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:
—¡Ah! —dijo el zorro—, lloraré.
—Tuya es la culpa —le dijo el principito—, yo
no quería hacerte daño, pero tú has querido que te
domestique...
—Ciertamente —dijo el zorro.
—¡Y vas a llorar!, —dijo él principito.
—¡Seguro!
—No ganas nada.
—Gano —dijo el zorro— he ganado a causa del
color del trigo.
Y luego añadió:24
—Vete a ver las rosas; comprenderás que la
tuya es única en el mundo. Volverás a decirme
adiós y yo te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas a las que
dijo:
—No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa.
Nadie las ha domesticado ni ustedes han
domesticado a nadie. Son como el zorro era antes,
que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros.
Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en
el mundo.
Las rosas se sentían molestas oyendo al
principito, que continuó diciéndoles:
—Son muy bellas, pero están vacías y nadie
daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea
podrá creer indudablemente que mí rosa es
igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más
importante que todas, porque yo la he regado,
porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque
yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que
se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído
quejarse, alabarse y algunas veces hasta
callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el zorro.
—Adiós —le dijo.
—Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto,
que no puede ser más simple : sólo con el corazón
se puede ver bien; lo esencial es invisible
para los ojos.
—Lo esencial es invisible para los ojos
—repitió el principito para acordarse.
—Lo que hace más importante a tu rosa, es el
tiempo que tú has perdido con ella.
—Es el tiempo que yo he perdido con ella...
—repitió el principito para recordarlo.
—Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el
zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres
responsable para siempre de lo que has
domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...
—Yo soy responsable de mi rosa... —repitió el
principito a fin de recordarlo.
XXII
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —respondió el guardavía.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el principito.
—Formo con los viajeros paquetes de mil y
despacho los trenes que los llevan, ya a la derecha,
ya a la izquierda.
Y un tren rápido iluminado, rugiendo como el
trueno, hizo temblar la caseta del guardavía.
—Tienen mucha prisa —dijo el principito—. ¿Qué
buscan?
—Ni siquiera el conductor de la locomotora lo
sabe —dijo el guardavía.
Un segundo rápido iluminado rugió en sentido
inverso.
—¿Ya vuelve? —preguntó el principito.
—No son los mismos —contestó el guardavía—. Es
un cambio.
—¿No se sentían contentos donde estaban?
—Nunca se siente uno contento donde está
—respondió el guardavía.
Y rugió el trueno de un tercer rápido
iluminado.
—¿Van persiguiendo a los primeros vi ajeros?
—preguntó el principito.25
—No persiguen absolutamente nada —le dijo el
guardavía—; duermen o bostezan allí dentro.
Únicamente los niños aplastan su nariz contra
los vidrios.
—Únicamente los niños saben lo que buscan
—dijo el principito. Pierden el tiempo con una
muñeca de trapo que viene a ser lo más
importante para ellos y si se la quitan, lloran...
—¡Qué suerte tienen! —dijo el guardavía.
XXIII
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —respondió el comerciante.
Era un comerciante de píldoras perfeccionadas
que quitan la sed. Se toma una por semana y ya
no se sienten ganas de beber.
—¿Por qué vendes eso? —preguntó el principito.
—Porque con esto se economiza mucho tiempo.
Según el cálculo hecho por los expertos, se
ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
—¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres
minutos?
—Lo que cada uno quiere... "
"Si yo dispusiera de cincuenta y tres
minutos —pensó el principito— caminaría suavemente hacia
una fuente..."
XXIV
Era el octavo día de mi avería en el desierto
y había escuchado la historia del comerciante
bebiendo la última gota de mi provisión de agua.
—¡Ah —le dije al principito—, son muy bonitos
tus cuentos, pero yo no he reparado mi avión, no
tengo nada para beber y sería muy feliz si
pudiera irme muy tranquilo en busca de una fuente!
—Mi amigo el zorro..., me dijo...
—No se trata ahora del zorro, muchachito...
—¿Por qué?
—Porque nos vamos a morir de sed...
No comprendió mi razonamiento y replicó:
—Es bueno haber tenido un amigo, aún si vamos
a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido
un amigo zorro.
"Es incapaz de medir el peligro —me dije
— Nunca tiene hambre ni sed y un poco de sol le
basta..."
El principito me miró y respondió a mi
pensamiento:
—Tengo sed también... vamos a buscar un
pozo...
Tuve un gesto de cansancio; es absurdo buscar
un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto.
Sin embargo, nos pusimos en marcha.
Después de dos horas de caminar en silencio,
cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar.
Yo las veía como en sueño, pues a causa de la
sed tenía un poco de fiebre. Las palabras del principito
danzaban en mi mente.26
—¿Tienes sed, tú también? —le pregunté. Pero
no respondió a mi pregunta, diciéndome
simplemente:
—El agua puede ser buena también para el
corazón...
No comprendí sus palabras, pero me callé;
sabía muy bien que no había que interrogarlo.
El principito estaba cansado y se sentó; yo me
senté a su lado y después de un silencio me dijo:
—Las estrellas son hermosas, por una flor que
no se ve...
Respondí "seguramente" y miré sin
hablar los pliegues que la arena formaba bajo la luna.
—El desierto es bello —añadió el principito.
Era verdad; siempre me ha gustado el desierto.
Puede uno sentarse en una duna, nada se ve,
nada se oye y sin embargo, algo resplandece en
el silencio...
—Lo que más embellece al desierto —dijo el
principito— es el pozo que oculta en algún sitio...
Me quedé sorprendido al comprender súbitamente
ese misterioso resplandor de la arena. Cuando
yo era niño vivía en una casa antigua en la
que, según la leyenda, había un tesoro escondido. Sin duda
que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie
lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro.
Mi casa ocultaba un secreto en el fondo de su
corazón...
—Sí —le dije al principito— ya se trate de la
casa, de las estrellas o del desierto, lo que les
embellece es invisible.
—Me gusta —dijo el principito— que estés de
acuerdo con mi zorro.
Como el principito se dormía, lo tomé en mis
brazos y me puse nuevamente en camino. Me
sentía emocionado llevando aquel frágil
tesoro, y me parecía que nada más frágil había sobre la Tierra.
Miraba a la luz de la luna aquella frente
pálida, aquellos ojos cerrados, los cabellos agitados por el viento
y me decía: "lo que veo es sólo la
corteza; lo más importante es invisible... "
Como sus labios entreabiertos esbozaron una
sonrisa, me dije: "Lo que más me emociona de
este principito dormido es su fidelidad a una
flor, es la imagen de la rosa que resplandece en él como la
llama de una lámpara, incluso cuando duerme...
" Y lo sentí más frágil aún. Pensaba que a las lámparas
hay que protegerlas: una racha de viento puede
apagarlas...
Continué caminando y al rayar el alba descubrí
el pozo.
XXV
—Los hombres —dijo el principito— se meten en
los rápidos pero no saben dónde van ni lo que
quieren. . . Entonces se agitan y dan
vueltas...
Y añadió:
—¡No vale la pena!...
El pozo que habíamos encontrado no se parecía
en nada a los pozos saharianos. Estos pozos
son simples agujeros que se abren en la arena.
El que teníamos ante nosotros parecía el pozo de un
pueblo; pero por allí no había ningún pueblo y
me parecía estar soñando.
—¡Es extraño! —le dije al principito—. Todo
está a punto: la roldana, el balde y la cuerda...
Se rió y tocó la cuerda; hizo mover la
roldana. Y la roldana gimió como una vieja veleta cuando el
viento ha dormido mucho.
—¿Oyes? —dijo el principito—. Hemos despertado
al pozo y canta.
No quería que el principito hiciera el menor
esfuerzo y le dije:
—Déjame a mí, es demasiado pesado para ti.27
Lentamente subí el cubo hasta el brocal donde
lo dejé bien seguro. En mis oídos sonaba aún el
canto de la roldana y veía temblar al sol en
el agua agitada.
—Tengo sed de esta agua —dijo el principito—,
dame de beber...
¡Comprendí entonces lo que él había buscado!
Levanté el balde hasta sus labios y el
principito bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como
una fiesta. Aquella agua era algo más que un
alimento. Había nacido del caminar bajo las estrellas, del
canto de la roldana, del esfuerzo de mis
brazos. Era como un regalo para el corazón. Cuando yo era niño,
las luces del árbol de Navidad, la música de
la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban su
resplandor a mi regalo de Navidad.
—Los hombres de tu tierra —dijo el principito—
cultivan cinco mil rosas en un jardín y no
encuentran lo que buscan.
—No lo encuentran nunca —le respondí. —Y sin
embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en
una sola rosa o en un poco de agua...
—Sin duda, respondí. Y el principito añadió:
—Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con
el corazón.
Yo había bebido y me encontraba bien. La
arena, al alba, era color de miel, del que gozaba hasta
sentirme dichoso. ¿Por qué había de sentirme
triste?
—Es necesario que cumplas tu promesa —dijo
dulcemente el principito que nuevamente se había
sentado junto a mí.
—¿Qué promesa?
—Ya sabes... el bozal para mi cordero... soy
responsable de mi flor.
Saqué del bolsillo mis esbozos de dibujo. El
principito los miró y dijo riendo:
—Tus baobabs parecen repollos...
—¡Oh! ¡Y yo que estaba tan orgulloso de mis
baobabs!
—Tu zorro tiene orejas que parecen cuernos;
son demasiado largas.
Y volvió a reír.
—Eres injusto, muchachito; yo no sabía dibujar
más que boas cerradas y boas abiertas.
—¡Oh, todo se arreglará! —dijo el principito—.
Los niños entienden.
Bosquejé, pues, un bozal y se lo alargué con
el corazón oprimido:
—Tú tienes proyectos que yo ignoro...
Pero no me respondió.
—¿Sabes? —me dijo—. Mañana hace un año de mi
caída en la Tierra...
Y después de un silencio, añadió:
—Caí muy cerca de aquí...
El principito se sonrojó y nuevamente, sin
comprender por qué, experimenté una extraña tristeza.
Sin embargo, se me ocurrió preguntar:
—Entonces no te encontré por azar hace ocho
días, cuando paseabas por estos lugares, a mil
millas de distancia del lugar habitado más
próximo. ¿Es que volvías al punto de tu caída?
El principito enrojeció nuevamente.
Y añadí vacilante.28
—¿Quizás por el aniversario?
El principito se ruborizó una vez más. Aunque
nunca respondía a las preguntas, su rubor
significaba una respuesta afirmativa.
—¡Ah! —le dije— tengo miedo.
Pero él me respondió:
—Tú debes trabajar ahora; vuelve, pues, junto
a tu máquina, que yo te espero aquí. Vuelve
mañana por la tarde.
Pero yo no estaba tranquilo y me acordaba del
zorro. Si se deja uno domesticar, se expone a
llorar un poco...
XXVI
Al lado del pozo había una ruina de un viejo
muro de piedras. Cuando volví de mi trabajo al día
siguiente por la tarde, vi desde lejos al
principito sentado en lo alto con las piernas colgando. Lo oí que
hablaba.
—¿No te acuerdas? ¡No es aquí con exactitud!
Alguien le respondió sin duda, porque él
replicó:
—¡Sí, sí; es el día, pero no es este el lugar!
Proseguí mi marcha hacia el muro, pero no veía
ni oía a nadie. Y sin embargo, el principito replicó
de nuevo.
—¡Claro! Ya verás dónde comienza mi huella en
la arena. No tienes más que esperarme, que allí
estaré yo esta noche.
Yo estaba a veinte metros y continuaba sin
distinguir nada.
El principito, después de un silencio, dijo
aún:
—¿Tienes un buen veneno? ¿Estás segura de no
hacerme sufrir mucho?
Me detuve con el corazón oprimido, siempre sin
comprender.
—¡Ahora vete —dijo el principito—, quiero
volver a bajarme!
Dirigí la mirada hacia el pie del muro e
instintivamente di un brinco. Una serpiente de esas
amarillas que matan a una persona en menos de
treinta segundos, se erguía en dirección al principito.
Echando mano al bolsillo para sacar mi
revólver, apreté el paso, pero, al ruido que hice, la serpiente se
dejó deslizar suavemente por la arena como un
surtidor que muere, y, sin apresurarse demasiado, se
escurrió entre las piedras con un ligero ruido
metálico.
Llegué junto al muro a tiempo de recibir en
mis brazos a mi principito, que estaba blanco como la
nieve.
—¿Pero qué historia es ésta? ¿De charla
también con las serpientes?
Le quité su eterna bufanda de oro, le humedecí
las sienes y le di de beber, sin atreverme a
hacerle pregunta alguna. Me miró gravemente
rodeándome el cuello con sus brazos. Sentí latir su
corazón, como el de un pajarillo que muere a
tiros de carabina.
—Me alegra —dijo el principito— que hayas
encontrado lo que faltaba a tu máquina. Así podrás
volver a tu tierra...
—¿Cómo lo sabes?
Precisamente venía a comunicarle que, a pesar
de que no lo esperaba, había logrado terminar mi
trabajo. 29
No respondió a mi pregunta, sino que añadió:
—También yo vuelvo hoy a mi planeta...
Luego, con melancolía:
—Es mucho más lejos... y más difícil...
Me daba cuenta de que algo extraordinario
pasaba en aquellos momentos. Estreché al principito
entre mis brazos como sí fuera un niño
pequeño, y no obstante, me pareció que descendía en picada
hacia un abismo sin que fuera posible hacer
nada para retenerlo.
Su mirada, seria, estaba perdida en la
lejanía.
—Tengo tu cordero y la caja para el cordero. Y
tengo también el bozal.
Y sonreía melancólicamente.
Esperé un buen rato. Sentía que volvía a entrar
en calor poco a poco:
—Has tenido miedo, muchachito...
Lo había tenido, sin duda, pero sonrió con
dulzura:
—Esta noche voy a tener más miedo...
Me quedé de nuevo helado por un sentimiento de
algo irreparable. Comprendí que no podía
soportar la idea de no volver a oír nunca más
su risa. Era para mí como una fuente en el desierto.
—Muchachito, quiero oír otra vez tu risa...
Pero él me dijo:
—Esta noche hará un año. Mi estrella se
encontrará precisamente encima del lugar donde caí el
año pasado...
—¿No es cierto —le interrumpí— que toda esta
historia de serpientes, de citas y de estrellas es
tan sólo una pesadilla?
Pero el principito no respondió a mi pregunta
y dijo:
—Lo más importante nunca se ve...
—Indudablemente...
—Es lo mismo que la flor. Si te gusta una flor
que habita en una estrella, es muy dulce mirar al
cielo por la noche. Todas las estrellas han
florecido.
—Es indudable...
—Es como el agua. La que me diste a beber,
gracias a la roldana y la cuerda, era como una
música ¿te acuerdas? ¡Qué buena era!
—Sí, cierto...
—Por la noche mirarás las estrellas; mi casa
es demasiado pequeña para que yo pueda señalarte
dónde se encuentra. Así es mejor; mi estrella
será para ti una cualquiera de ellas. Te gustará entonces
mirar todas las estrellas. Todas ellas serán
tus amigas. Y además, te haré un regalo...
Y rió una vez más.
—¡Ah, muchachito, muchachito, cómo me gusta
oír tu risa!
—Mi regalo será ése precisamente, será como el
agua...
—¿Qué quieres decir?
La gente tiene estrellas que no son las
mismas. Para los que viajan, las estrellas son guías; para
otros sólo son pequeñas lucecitas. Para los
sabios las estrellas son problemas. Para mi hombre de
negocios, eran oro. Pero todas esas estrellas
se callan. Tú tendrás estrellas como nadie ha tenido...30
—¿Qué quieres decir? —Cuando por las noches
mires al cielo, al pensar que en una de aquellas
estrellas estoy yo riendo, será para ti como
si todas las estrellas riesen. ¡Tú sólo tendrás estrellas que
saben reír!
Y rió nuevamente.
—Cuando te hayas consolado (siempre se
consuela uno) estarás contento de haberme conocido.
Serás mi amigo y tendrás ganas de reír
conmigo. Algunas veces abrirás tu ventana sólo por placer y tus
amigos quedarán asombrados de verte reír
mirando al cielo. Tú les explicarás: "Las estrellas me hacen
reír siempre". Ellos te creerán loco. Y
yo te habré jugado una mala pasada...
Y se rió otra vez.
—Será como si en vez de estrellas, te hubiese
dado multitud de cascabelitos que saben reír...
Una vez más dejó oír su risa y luego se puso
serio.
—Esta noche ¿sabes? no vengas...
—No te dejaré.
—Pareceré enfermo... Parecerá un poco que me
muero... es así. ¡No vale la pena que vengas a
ver eso...!
—No te dejaré.
Pero estaba preocupado.
—Te digo esto por la serpiente; no debe
morderte. Las serpientes son malas. A veces muerden
por gusto...
—He dicho que no te dejaré.
Pero algo lo tranquilizó.
—Bien es verdad que no tienen veneno para la
segunda mordedura...
Aquella noche no lo vi ponerse en camino.
Cuando le alcancé marchaba con paso rápido y
decidido y me dijo solamente:
—¡Ah, estás ahí!
Me cogió de la mano y todavía se atormentó:
—Has hecho mal. Tendrás pena. Parecerá que
estoy muerto, pero no es verdad.
Yo me callaba.
—¿Comprendes? Es demasiado lejos y no puedo
llevar este cuerpo que pesa demasiado.
Seguí callado.
—Será como una corteza vieja que se abandona.
No son nada tristes las viejas cortezas...
Yo me callaba. El principito perdió un poco de
ánimo. Pero hizo un esfuerzo y dijo:
—Será agradable ¿sabes? Yo miraré también las
estrellas. Todas serán pozos con roldana
herrumbrosa. Todas las estrellas me darán de
beber.
Yo me callaba.
—¡Será tan divertido! Tú tendrás quinientos
millones de cascabeles y yo quinientos millones de
fuentes...
El principito se calló también; estaba
llorando.
—Es allí; déjame ir solo.
Se sentó porque tenía miedo. Dijo aún: 31
—¿Sabes?... mi flor... soy responsable... ¡y
ella es tan débil y tan inocente! Sólo tiene cuatro
espinas para defenderse contra todo el
mundo...
Me senté, ya no podía mantenerme en pie.
—Ahí está... eso es todo...
Vaciló todavía un instante, luego se levantó y
dio un paso. Yo no pude moverme.
Un relámpago amarillo centelleó en su tobillo.
Quedó un instante inmóvil, sin exhalar un grito.
Luego cayó lentamente como cae un árbol, sin
hacer el menor ruido a causa de la arena.
XXVII
Ahora hace ya seis años de esto. Jamás he
contado esta historia y los compañeros que me
vuelven a ver se alegran de encontrarme vivo.
Estaba triste, pero yo les decía: "Es el cansancio".
Al correr del tiempo me he consolado un poco,
pero no completamente. Sé que ha vuelto a su
planeta, pues al amanecer no encontré su
cuerpo, que no era en realidad tan pesado... Y me gusta por la
noche escuchar a las estrellas, que suenan
como quinientos millones de cascabeles...
Pero sucede algo extraordinario. Al bozal que
dibujé para el principito se me olvidó añadirle la
correa de cuero; no habrá podido atárselo al
cordero. Entonces me pregunto:
"¿Qué habrá sucedido en su planeta?
Quizás el cordero se ha comido la flor..."
A veces me digo: "¡Seguro que no! El
principito cubre la flor con su fanal todas las noches y vigila
a su cordero". Entonces me siento dichoso
y todas las estrellas ríen dulcemente.
Pero otras veces pienso: "Alguna que otra
vez se distrae uno y eso basta. Si una noche ha
olvidado poner el fanal o el cordero ha salido
sin hacer ruido, durante la noche...". Y entonces los
cascabeles se convierten en lágrimas...
Y ahí está el gran misterio. Para ustedes que
quieren al principito, lo mismo que para mí, nada en
el universo habrá cambiado si en cualquier
parte, quien sabe dónde, un cordero desconocido se ha
comido o no se ha comido una rosa...
Pero miren al cielo y pregúntense: el cordero
¿se ha comido la flor? Y veréis cómo todo cambia...
¡Ninguna persona mayor comprenderá jamás que
esto sea verdaderamente importante!
Este es para mí el paisaje más hermoso y el
más triste del mundo. Es el mismo paisaje de la
página anterior que he dibujado una vez más
para que lo vean bien. Fue aquí donde el principito apareció
sobre la Tierra, desapareciendo luego.
Examínenlo atentamente para que sepan
reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el
desierto. Si por casualidad pasan por allí, no
se apresuren, se los ruego, y deténganse un poco,
precisamente bajo la estrella. Si un niño
llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y
nunca responde a sus preguntas, adivinarán en
seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y
comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No
me dejen tan triste!
FIN
ANTOINE DE SAINT - EXUPÉRY
EL PRINCIPITO
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